Film still: La Teta Asustada, de Claudia Llosa El museo de la memoria y de cómo entendemos la cultura A propósito del ofrecimiento del Gobierno alemán de dos millones de dólares para la construcción de un museo de la memoria en Perú, un proyecto recomendado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en el marco de las acciones simbólicas dirigidas a lograr la reconciliación así como generar consciencia de lo ocurrido en los años de violencia (1980-2000), se ha abierto un debate público acerca de su pertinencia. Más allá de la importancia de poder concretar la realización de un museo de esta naturaleza, considero que visto desde una perspectiva que entiende los museos como arenas de deliberación pública en vez de edificios inanimados,1 este ya empezó a construirse.
La sola posibilidad del museo de la memoria ha abierto un debate necesario sobre si se desea construir una cultura ciudadana saludable y democrática. Por esa razón, considero que tiene la misma importancia seguir abogando para que el proyecto se haga efectivo, así como por mantener abierto el debate. Esto último, ciertamente, puede resultar mucho más difícil que la edificación del museo, ya que requiere de la implementación de un proyecto a largo plazo que esté atento a la inclusión de las sensibilidades, demandas y formas de acción cultural de distintos actores, así como de la revisión crítica de nuestros sentidos comunes; y este es un reto mayor.
Por otro lado, el debate en cuestión está contribuyendo a explicitar concepciones acerca de la memoria y la reconciliación, así como intereses y lugares de enunciación, implícitos en los argumentos esgrimidos y que requieren ser críticamente revisados. Si bien el debate es ciertamente político e ideológico, propongo que también vale la pena abrirlo a un debate académico en el que se reflexione críticamente acerca de nociones como cultura, museo y lo público, que enmarcan el modo en que se conceptualizan y llevan a cabo las políticas públicas de la cultura. Entre los argumentos que han sido esgrimidos en contra del museo de la memoria se encuentran, por ejemplo, aquellos según los cuales las políticas de Estado de un país pobre como el Perú deben priorizar la inversión en la producción ya que la cultura constituye algo accesorio,2 o que este no es el momento pertinente para un museo de la memoria porque tal museo no va a contribuir a la reconciliación.3 Por otro lado, entre los argumentos a favor, destaca aquel según el cual los museos son necesarios porque educan, sensibilizan y curan.4
Si bien estos argumentos son expuestos desde posiciones ideológicas distintas, coinciden con respecto a una cierta manera de entender la cultura, según la cual esta se identifica con la alta cultura y los valores universales. Tal aproximación a la cultura no sólo es excluyente y discriminatoria, sino que implica una noción estática y cosificadora de ella, según la cual esta es una cosa que “se tiene”, de la que “se carece” o que eventualmente “se adquiere”. Dentro de esta misma lógica, también la memoria es vista como una cosa encarnada en una colección de objetos ilustrativos que se encuentra depositada en un museo y que puede ser adquirida por aquel que tiene acceso a él. Desde tales perspectivas, la cultura, el museo, la memoria y lo público se conciben como realidades cuyos contenidos se dan por sentados, corriéndose el riesgo de reproducir formas de exclusión y discriminación social, cultural y política.
Dar por sentada la memoria o creer que se puede encontrar una única verdad de lo sucedido implica manejar la idea de que existe una sola memoria posible. De ese modo se es excluyente de los múltiples actores que estuvieron involucrados en los años de violencia y que la ejercieron o sufrieron desde distintas posiciones. Pasar por alto la existencia de múltiples memorias conlleva además a desconocer la diversidad de formas de recordar, así como las formas culturalmente específicas de lidiar con el dolor y que a su vez están relacionadas con nociones acerca de lo que pertenece al ámbito público y privado, como queda expresado en la recientemente estrenada película de Claudia Llosa, La teta asustada.5
El diseño e implementación de un museo de la memoria no se restringen al tema de la memoria, sino que implican asuntos más generales de políticas culturales en torno a la diversidad y las ciudadanías culturales. El museo de la memoria no es el único proyecto que se ocupa de la memoria y de la reconciliación. Existen muchas otras prácticas en torno a esta problemática que se llevan a nivel local, como aquellas vinculadas a las estrategias de mujeres quechuas para lidiar con el miedo y el dolor de la experiencia de las violaciones y cuyo carácter público es relativo a audiencias específicas. (Theidon 2006) Lo que una población local necesita publicitar con el fin de generar respuestas colectivas, no necesariamente requiere ser publicitado en entornos más grandes; existen incluso formas cuya eficacia depende del hecho de mantenerse en el plano individual o familiar y que también requieren ser reconocidas y facilitadas. La reconciliación que se busca con un museo de la memoria, por lo tanto, no se logra de manera mágica, sino que implica dar cabida a distintas memorias, formas de recordar y de publicitar, garantizando así la inclusión y respetando la diversidad cultural. En otras palabras, de lo que se trata es de garantizar la fuerza performativa de cualquier forma de memoria. La reconciliación no tiene que ver con el perdón y la culpa, sino más bien con la posibilidad de que la víctima se convierta en actor del proceso de reconstrucción social. Y esto último implica una política cultural que reconozca la diversidad cultural y que sea inclusiva de prácticas alternativas de recordar y generar consensos y pactos sociales.
En tal sentido, un museo de la memoria debe imaginarse más allá de su materialidad y de sus particulares formas expositivas y comunicativas para acoger y hacer visible de manera contextualizada las memorias de los distintos actores implicados. Resulta necesario que en toda exposición museográfica se problematice acerca de quién recuerda, qué se recuerda, cómo se recuerda, para qué se recuerda y a quién se comunica tal recuerdo.
Además, un museo de la memoria debería mediar y promover de manera descentrada otras formas de hacer memoria. El lenguaje museográfico no es el único mecanismo para poner en escena la memoria. Existen otros como la literatura, el cine, las artes plásticas, la música y la etnografía que han venido tematizando experiencias diversas de los años de violencia y que incluso se encuentran en diálogo entre sí. Estos son los casos de la etnografía de Kimberly Theidon, titulada Entre prójimos, que da inspiración a la película de Claudia Llosa, La teta asustada,6 pero también de la película Vidas paralelas de Rocío Lladó y la novela De amor y de guerra de Víctor Andrés Ponce, las cuales confrontan la versión del Informe Final de la CVR.7 Habría que agregar otras formas de recordar o de lidiar con el dolor como son la música, la imaginería, la tradición oral, el ritual.8 En otras palabras, el trabajo de la memoria no tiene por qué reducirse a los lenguajes documentalistas y etnográficos, también la ficción y la imaginación pueden contribuir con esa labor, así como es necesario también pensar la publicidad de la memoria en términos relativos a públicos diversos y temáticas particulares.
Reducir la idea de museo, de memoria y de lo público, ya sea a un edificio y a un conjunto de objetos materiales, o a una realidad fija y preestablecida, en vez de comprenderlos como medios heurísticos para enunciar, debatir y consensuar acerca de temas de interés, no sólo implica una aproximación pobre en términos conceptuales, sino que limita las posibilidades de hacer de los museos, así como de otras formas culturales, un mecanismo efectivo para la inclusión social y la construcción de ciudadanías responsables que fortalezcan modelos democráticos participativos. Dentro de esta perspectiva, la reconciliación, que es uno de los objetivos del museo de la memoria, tampoco debe entenderse como una transformación mágica que se vaya a lograr recorriendo los recintos del museo. Esta, por el contrario, se logrará en la medida en que museo, memoria y lo público estén abiertos a un debate y a su redefinición con la participación del conjunto de actores involucrados y a través de prácticas culturalmente específicas.
Como he indicado líneas arriba, resulta necesario realizar un debate académico en torno a la definición de un conjunto de conceptos que se encuentran implicados en la discusión sobre el museo de la memoria, precisamente porque nos permiten proponer marcos conceptuales más amplios para pensar las políticas culturales en el país. De este modo, el propio museo de la memoria podría diseñarse e implementarse como parte de políticas más generales. En tal sentido, propongo continuar con una discusión acerca de esfera pública y de derechos culturales.
Esfera pública: exclusion y derechos culturales
La discusión sobre esfera pública sin duda se configura en torno a la definición que hiciera Habermas (1989) de ella como un espacio institucionalizado de asociación libre y acción discursiva, cuyo sentido político se deriva de su función crítica y su capacidad de generar una opinión pública. Como ha sido ya discutido, el desarrollo de la esfera pública estuvo asociado a la configuración de una cultura distintiva, propia de la burguesía emergente del siglo XVIII y XIX. Esta consistía de formas de expresión y de comportamiento público que se caracterizaron por un estilo virtuoso, viril y racional. A través de estas, la burguesía emergente lograba distinguirse tanto de las élites aristocráticas que buscaba desplazar como de los diversos estratos populares y plebeyos a los que aspiraba gobernar (Fraser 1997:102). La legitimación de una retórica basada en la argumentación racional como la garantía para una discusión y reflexión crítica, racional e independiente de la identidad social de los sujetos deliberantes, permitió a la burguesía, depositaria de tal estilo retórico, constituirse en la clase moralmente solvente para el ejercicio público, a la vez que otras formas culturales para argumentar, debatir y llegar a consensos fueron deslegitimadas. El dominio de las normas de expresión de un grupo sobre las de otros, implicado en este proceso, se convierte en la condición no solo para participar legítimamente de la esfera pública, sino además para encarnar la voz representativa de lo que es de interés general.
Una consideración de este tipo lleva a identificar dos puntos centrales de la discusión en torno a la esfera pública: a) el carácter excluyente de esta y b) el hecho de que tal exclusión no solamente se da en términos del acceso a ella, sino que además se lleva a cabo a través de los repertorios y competencias culturales que la distinguen. En consecuencia, para dar cuenta del carácter excluyente de la esfera pública hay que considerar tanto las diferencias estructurales que determinan el acceso al espacio público hegemónico, y a los medios de producción y circulación de discursos, como a las diferencias culturales que se encuentran codificadas en los estilos y repertorios deliberativos propios de públicos distintos. De este modo, por ejemplo en el Perú, individuos de origen étnico indígena son admitidos como congresistas, siempre y cuando se delibere en español. El quechua — sin mencionar las formas de argumentación y legitimación propias del mundo campesino quechua — no es un lenguaje aceptado como válido en el ámbito de la política formal, reconociéndose su validez solo en el campo de la cultura (tradición oral, poesía, canto).
Por otro lado, la exclusión de otras formas discursivas públicas en el plano político e ideológico se traduce en el poco interés que la investigación académica ha mostrado en estudiar el potencial crítico y político de repertorios deliberativos y de acción pública alternativos, así como en la subestimación de lo que se juega en el campo de la cultura, de los medios y de las industrias culturales.9 Este sesgo está fundado en una tradición ideológica y teórica según la cual la capacidad de reflexión y argumentación solo se desarrolla a través de la palabra, y mejor aún la palabra escrita, dejando fuera otras formas de generación de conocimiento, de diálogo intersubjetivo y de consenso, a las que se les ha atribuido además un carácter prepolítico.
En tal sentido, el interés general de la antropología por la diversidad de formas de cultura expresiva y escénica que comprometen tanto la palabra como la acción corporal, así como su reflexión más específica sobre el carácter reflexivo, argumentativo y consensual del ritual, el teatro, la danza y las expresiones visuales pueden ser un aporte para una revisión crítica del concepto de esfera pública. Por otro lado, la vieja vocación de la antropología por explorar la relación entre cultura y política ha sido en gran parte investigada precisamente a través del estudio de las formas de cultura expresiva. A propósito de este interés, hay que precisar que este no se reduce al estudio de repertorios culturales que pueden ser calificados de performativos en el sentido de que comprometen una puesta en escena y al cuerpo en acción, sino que implica además el estudio de tales repertorios desde un enfoque preformativo. Tal enfoque implica tomar toda expresión cultural como una puesta en escena, es decir, tomar en cuenta la acción de los individuos o grupos involucrados en ella, así como el contexto del cual estos extraen y encauzan significados posibles. Tal enfoque ha permitido argumentar por el poder constitutivo de las expresiones culturales, siendo este precisamente el que le otorga eficacia política.
Problematizar la esfera pública a partir de los estudios sobre política y cultura expresiva en estos términos es importante no solo porque amplía el espectro de posibles formas de acción pública, sino porque plantea la necesidad de pensar la diversidad de formas de acción pública en el marco de la transformación del propio campo político y, por lo tanto, de las formas de hacer política. Desde la antropología, el concepto de ciudadanía cultural discute precisamente el derecho de grupos específicos a no ser excluidos de participar en la esfera pública sobre la base de marcas culturales, raciales, de género o físicas que los distingan del modelo universalista implicado en las definiciones convencionales de ciudadanía. Sería, precisamente, la aceptación de formas de participación culturalmente específicas la base para lograr una inclusión efectiva y una ciudadanía plena (Rosaldo 1997).
Al respecto, es importante señalar que el reclamo por los derechos culturales y la constitución de una esfera pública más democrática no implica solo un asunto de representación, es decir de tener voz, sino que debe estar centrado en garantizar a cada grupo la producción y gestión de su diferencia. Es, en tal sentido, que quiero argumentar precisamente que la constitución de una esfera pública más inclusiva y respetuosa de los derechos culturales se mide por las posibilidades de participación; en otras palabras, tiene que ver con un asunto de performatividad. Esto es, la posibilidad de que la iteración — la puesta en acción — de una práctica cultural específica, ya sea esta una forma de cultura expresiva o una práctica cotidiana, realizada en el marco de una constelación institucional e histórica particular tenga eficacia política; es decir, capacidad constitutiva y transformativa de la realidad que enuncia o expresa. En otras palabras, una esfera pública más democrática y participativa sería aquella en la que la acción pública no solo tuviera un sentido deliberativo, sino además fuerza práctica; es decir, capacidad de intervención directa en la configuración de la vida y el orden social, de modo que opinión y acción se complementen de manera eficaz.
Hay que señalar que este asunto está vinculado a uno de los temas que preocupa a Nancy Fraser cuando distingue entre públicos fuertes y públicos débiles. A través de tal distinción, la autora llama la atención sobre la posibilidad de que la opinión no se traduzca en decisión y que, por lo tanto, la opinión pública quede despojada de su fuerza práctica. Es precisamente este problema el que exige pasar de un modelo representacional a uno participativo, tanto para pensar lo cultural como para actuar a través de él.
Para ampliar mi argumento sobre acción pública y performatividad quiero introducir una discusión en torno a la relevancia de tomar en cuenta formas expresivas culturalmente distintas o incluso formas cotidianas como mecanismos de acción pública. Desde una perspectiva antropológica, estas prácticas son de interés no sólo por su particularismo cultual, sino por a) el hecho de que muchas de estas formas son de naturaleza performativa, es decir, que involucran una puesta en escena, y por b) el hecho de que en la coyuntura actual la cultura y sus formas expresivas han potenciado su fuerza performativa.
Cultura pública: del discurso a la acción
Con respecto a la naturaleza performativa de ciertas formas de acción pública, quisiera tomar como ejemplo el caso de las fiestas religiosas que comunidades de devotos de origen andino realizan en honor a los santos patrones de sus pueblos de procedencia. Son de especial interés aquellas que se realizan en el centro histórico, ya que las actividades implicadas en su realización suponen el acceso y uso tanto de espacios de culto — templos y altares — como de espacios públicos — las calles y plazas del Centro de Lima — que son emblemáticos de una tradición limeña criolla. En tal sentido, es importante señalar que los devotos de las imágenes andinas celebradas en el centro de la ciudad no viven allí. Sin embargo, no escatiman esfuerzos en colocar sus imágenes en los templos ubicados en la zona. Mi argumento es que en el contexto de la declaración del centro histórico como patrimonio cultural de la humanidad por la UNESCO, la puesta en acción de un repertorio cultual como son las fiestas, adquiere un carácter político. A través de él, grupos diversos y de origen distinto luchan por ocupar, administrar y custodiar legítimamente el espacio público de la ciudad así como su patrimonio cultural.
Para que una imagen pueda ser albergada en una iglesia, la comunidad devota debe haber llevado a cabo complejas negociaciones con las autoridades religiosas de la parroquia. Estas otorgan una urna lateral donde la imagen en cuestión es colocada, comprometiendo la participación de una feligresía importante en las actividades litúrgicas y sociales a lo largo del año. La hermandad devota se hace cargo de los cuidados de la imagen, lo que comprende trabajos de limpieza y mantenimiento, así como de restauración y tallado. La realización de la fiesta exige adicionalmente negociaciones con el municipio y el Instituto Nacional de Cultura (INC). En el marco de la declaración de Lima como patrimonio cultural y del proyecto Recuperación del Centro Histórico, tales negociaciones se tornan polémicas. En el primer caso, porque se decreta una ordenanza municipal — la 062–1994 — según la cual, en el Centro de Lima solo pueden realizarse las celebraciones religiosas y cívicas tradicionales como la fiesta de la Virgen del Carmen de Barrios Altos, la fiesta del Señor de los Milagros, el Corpus Christi y el aniversario de Lima. Por otro lado, la implementación del proyecto de recuperación en su aspecto de restauración arquitectónica cuenta con la supervisión del INC que cuida que los trabajos se realicen de acuerdo con criterios arquitectónicos, históricos y estéticos que respeten el carácter colonial y republicano de las edificaciones y plazas.
En tal sentido, el acceso y uso de los espacios públicos, así como los trabajos de restauración y arreglo de los templos comprometidos en la realización de las fiestas religiosas andinas constituyen formas de acción estratégicas a través de las que distintos grupos de migrantes interactúan con la Iglesia y el Estado, e intervienen en y sobre calles, plazas y templos para reclamar el reconocimiento e inclusión de sus miembros como residentes legítimos de la ciudad, al mismo tiempo que negociar su participación en el proyecto Recuperación del Centro Histórico, implementado precisamente en el marco de la Declaración del Centro como Patrimonio Histórico y Cultural, y las políticas de promoción de la cultura y el turismo a favor del desarrollo.
Por lo tanto, la fiesta no debe reducirse a su función representacional, como un espacio de expresión y argumentación en el que grupos de migrantes de origen andino dan expresión a sus identidades regionales y locales, e incluso contestan las imágenes públicas que vinculan a los migrantes al mundo de la informalidad, el caos y los problemas de la ciudad, o en el mejor de los casos a la figura del provinciano emergente, que los sitúa en el ámbito productivo, pero no les confiere valor cultural y moral. La fiesta es sobre todo acción y, en tal sentido, no se agota en el reclamo por la inclusión, sino que le otorga fuerza práctica a este en la medida en que la realización progresiva en el tiempo de las fiestas y las actividades vinculadas a ella puede llegar a transformar el calendario festivo y los sitios de culto, y la propia naturaleza del culto religioso. Hay que anotar que a pesar de las resistencias del municipio y la Iglesia a permitir las fiestas de origen andino en el centro histórico, estas empiezan a ser de interés para varios párrocos que ven en ellas una posibilidad de trabajo pastoral, y para las agencias de turismo que incluyen las celebraciones más vistosas en su oferta turística.
En otras palabras, se trata de la posibilidad de refundar la tradición religiosa y festiva limeña y transformar el propio centro histórico como lugar. En un sentido político, esto se traduce en la posibilidad de que las comunidades de devotos de origen migrante adquieran agencia cultural, constituyéndose en los legítimos intérpretes y custodios de las tradiciones y monumentos del centro histórico. De tal manera, la acción festiva como una forma de acción pública no solo avanza un argumento dirigido al reconocimiento cultural, sino que puede hacer efectivo tal reclamo al constituir a los devotos de origen migrante en los legítimos intérpretes y custodios de las tradiciones y monumentos del centro histórico.
En resumen, es a través de la iteración de una tradición y repertorios festivos, en el marco de un contexto particular, que una forma de cultura expresiva se convierte en acción pública. Es bajo estas condiciones que el reclamo por el reconocimiento adquiere fuerza performativa y puede traducirse en participación efectiva.
La fuerza performativa de la cultura en la coyuntura actual
Quiero referirme a continuación al hecho de que la eficacia de ciertas prácticas culturales no sólo se debe a su naturaleza preformativa, sino a que en el orden actual los puntos de intersección entre cultura, economía y política se ven multiplicados de modo que, más que nunca, una variedad de prácticas culturales adquieren fuerza performativa.
El momento actual que ha sido definido como la “coyuntura culturalista” (Turner 1999) se explica por el impacto que los procesos económicos, tecnológicos y comunicacionales contemporáneos tienen sobre el campo de la producción y práctica culturales. Esta “coyuntura culturalista” ha traído consigo la definición y puesta en práctica de la cultura como diferencia, así como su instrumentalización como recurso (Turner 1999; Yúdice 2002). Según Turner, en el marco de los desarrollos económicos de la globalización, la crisis del estado-nación y de la emergencia de una clase media que se caracteriza, distingue y reproduce a sí misma a través de estilos de vida que requieren de un consumo cada vez más sofisticado, la cultura y más específicamente la “diferencia cultural”, emergen como un campo para la autorreproducción y acción política. Las identidades “culturales” como etnicidad, religión, género o indigeneidad se han convertido en el medio privilegiado para asegurar poder social, demandar derechos, y reclamar reconocimiento e inclusión. La consecuencia ha sido la politización de las luchas por la autorrepresentación cultural.
Por otro lado, una economía basada en la producción de servicios y bienes de consumo impone a los grupos que luchan por la autorrepresentación el reto de tener que lidiar con el hecho de que el Estado se está apropiando y mercantilizando sus bienes y repertorios culturales, los medios de comunicación y el mercado, cada uno de los cuales tiene sus propias agendas para promocionarlos, publicitarlos o comercializarlos. La representación cultural y la lucha por la autorrepresentación sucede pues en el marco de una cultura pública, en la cual se entretejen de manera compleja y a veces contradictoria agendas políticas, sociales y culturales con entretenimiento y consumo. Por esta misma razón, movimientos sociales de reivindicación étnica dan lugar a una diversidad de agendas y formas de intervención que incluyen movimientos como el de los zapatistas en México (Yúdice 2002), quienes han instrumentalizado los medios para el activismo político, o iniciativas como la de los asháninkas en el Perú que diseñan sus reclamos por el derecho a la tierra y la protección de su entorno a través del ecoturismo, actividad a través de la cual instrumentalizan los discursos del desarrollo a favor de intereses políticos locales (Espinosa 2005; Correa 2006).
Es precisamente en esta línea que autores como Appadurai y Breckendrige (1995) proponen romper con la correlación entre lo público y la sociedad civil europea, así como entre literacidad, comunidad pública y política que la definición original de esfera pública implica. Para ellos la producción de lo público y la acción pública sucede más bien en el marco de un conjunto de arenas que surgen en una variedad de condiciones históricas, y en las que se “articulan el espacio entre la vida doméstica y los proyectos del estado nación donde distintos grupos sociales (clase, etnicidad y género) constituyen sus identidades a través de la experiencia de formas mass-mediaticas en relación con las prácticas de la vida cotidiana. El público en este caso deja de tener una relación necesaria o predeterminada con la política formal, acción comunicativa racional, capitalismo impreso o las dinámicas de emergencia de la burguesía letrada” (Appadurai y Breckenridge 1995:4 5). Estos autores definen la cultura pública como una “zona de debate cultural” donde los repertorios de la cultura nacional, la cultura de masa y la cultura folk son los recursos de tal interacción discursiva, y cuya economía política se encuentra triangulada por la acción entre públicos diversos, las industrias culturales y el Estado.
Desde tal perspectiva, lo público se configura a través de un arreglo de textos y experiencias de los que a la vez emergen contextos particulares, de tal modo que la “vida cotidiana entreteje de manera compleja las prácticas y experiencias domésticas e íntimas de los sujetos con los discursos, prácticas y eventos compartidas que provienen de la cultura pública” (Appadurai y Beckenrigdge 1995: 13). La reflexión en torno a la producción de lo público trasciende aquí la concepción espacializada de la esfera pública que ha predominado en la literatura (Mah 2000), y recupera el sentido de Öffentlichkeit que alude más exactamente a una condición o circunstancia que a un espacio delimitado y definido por estructuras propias y separadas de los dominios privados y domésticos, del cual se puede entrar y salir. El concepto de cultura pública borra las fronteras entre lo privado y lo público; admite otros lenguajes, corporales, visuales, escénicos, como formas de argumentación y reflexión discursiva para la creación de opinión, y propone un sujeto público siempre situado, tanto en términos de su lugar en la estructura social como con respecto a la producción, distribución y legitimación de formaciones discursivas, pero también en relación con los afectos implicados en su vínculo con distintas comunidades de opinión (la familia, los amigos, el mundo laboral y profesional, el barrio, el grupo religioso, etcétera), y cuyas agendas y formas de acción discursiva dan lugar a complejas y a veces contradictorias formaciones de identidad.
Tal perspectiva se encuentra alineada con una serie de estudios que se han ocupado en estudiar distintas formas de recepción, interpretación, apropiación y resignificación de contenidos trasmitidos a través de una variedad de formas discursivas que incluyen desde las académicas, las literarias, las visuales, las espectaculares y experienciales, considerando al consumidor de estas, no como un lector, espectador o participante abstracto, es decir como un consumidor pasivo, sino como un actor. García Canclini, particularmente, ha argumentado que el campo del consumo constituye en la coyuntura actual un campo de acción ciudadana fundamental (2005).
Es precisamente en el marco de la coyuntura culturalista que practices culturalmente específicas — no solamente las que caen bajo la clasificación de géneros performativos del tipo que hemos descrito más arriba, sino también prácticas cotidianas — pueden en contextos específicos adquirir eficacia política y constituirse en acciones públicas para la demanda de derechos culturales, económicos y políticos. Ejemplos de esto son acciones como Lava la bandera, a través de la cual una acción cotidiana se buscaba explicitar la necesidad de reflexionar y tomar posición con respecto al problema de la corrupción; o como la campaña anti-minera en el caso de Tambogrande, donde parte de la campaña se organizó en torno a slogans que a través de la reivindicación de derechos culturales plantearon un debate acerca de dos modelos de desarrollo, uno basado en la economía agroexportadora — específicamente de limón — y el otro basado en la explotación minera.
En la línea de lo expuesto hasta aquí y en el contexto de la celebración de la multiculturalidad, sería necesario, por ejemplo, estudiar el boom de la música tropical, de la gastronomía, de la moda étnica, de las series de televisión que se ocupan de personajes de la cultura popular urbana, y la incorporación de figuras del folclore en las propuestas publicitarias y de marketing, con el fin de explorar los procesos y los términos de reconocimiento de la diversidad cultural que están en juego, las multiples interpretaciones, apropiaciones y recontextualizaciones de las que son objeto repertorios culturales específicos, así como la economía política que ordena la producción y distribución de la cultura. Es central comprender con respecto a casos específicos y adecuadamente contextualizados, cómo se entrelazan política, mercado y cultura, de modo que se puedan diseñar políticas culturales adecuadas que instrumentalicen las posibilidades que ofrece el mercado, al mismo tiempo que evite la incorporación de la diversidad cultural en términos puramente mercantiles.
Reflexiones finales
Para finalizar quiero enumerar algunos puntos conclusivos con respecto al tema más general de los derechos culturales y la esfera pública, así como al tema más específico de la memoria.
– Con respecto a los derechos culturales es importante señalar que el reclamo por el derecho a la diferencia no implica sólo un asunto de representación, sino que debe estar centrado en garantizar a cada grupo la producción y gestión de su diferencia; en otras palabras, se trata de garantizar la participación.
– Propongo una mirada menos idealizada de la esfera pública, lo cual obliga a considerar que su espectacularización y mercantilización no necesariamente implica su debilitamiento, sino eventualmente su ampliación a una diversidad de formas culturales de deliberación y de generación de opinión, así como su acomodo a condiciones económicas y tecnológicas especificas que determinan la producción y distribución de las interacciones discursivas en la actualidad.
– Considero que la agenda democrática no se debe limitar a introducir temas y agentes nuevos, sino que debe estar dirigida al diseño de políticas culturales que promuevan la inclusión como una práctica y experiencia de la vida cotidiana. La idea es intervenir en la configuración de una cultura pública — y esto implica intervenir sobre las condiciones y recursos de producción y distribución de los repertorios que la integran — de modo que cada individuo y colectividad se encuentre en la capacidad de poner en acción su identidad ciudadana, local, de género, étnica, religiosa o generacional, de manera continua y consistente, y en diálogo con los marcos discursivos y prácticos que rigen el orden instituido, de modo que pueda participar en la generación de nuevos contextos y significados, así como en su reencauzamiento hacia la consolidación democrática. Una verdadera democratización de la política implica crear las condiciones para que el ejercicio político se realice de manera cotidiana, de modo que el poder no esté únicamente en manos de los políticos ni en el campo exclusivo de la política.
– Por último, y en la línea de lo que he argumentado líneas arriba, la memoria es un proceso en curso y, por lo tanto, debe entenderse como una verdad culturalmente específica y contextualmente constituida. En tal sentido, el museo de la memoria debe ser pensado más allá de una edificación levantada en Lima y de un concepto museográfico acorde con las más actuales tendencias. Este debe concebirse más bien como una oportunidad para poner en acción las memorias sobre los años de violencia de manera descentralizada e inclusiva. Tal posibilidad requiere, por ejemplo, realizar un registro de las diversas formas culturalmente determinadas de lidiar con el dolor y el miedo que están en curso, así como de una reflexión crítica de los alcances y límites de estas encontextos sociales específicos, de modo que se pueda diseñar una estrategia inclusiva y que garantice la viabilidad y replicabilidad de aquellas experiencias que están dando resultados efectivos.
Este ensayo se publicó originalmente en Memoria: Revista sobre cultura, democracia y derechos humanos, No. 5, 2009.www.pucp.edu.pe/idehpucp. Y ha sido tomado de la web del Hemisferic Institute
Gisela Cánepa-Koch es Profesora asociada y coordinadora del programa Antropología Visual en el Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú en Lima.
Notas
1 Al respecto, sería necesario hacer balance y reflexión crítica en torno a los distintos lugares de memoria edificados a los que no se les da uso alguno y que por lo tanto pierden poder preformativo para hacer efectivos los objetivos por los cuales fueron construidos. Como ejemplos se puede mencionar el Parque de la Memoria de Abancay, promovido por organizaciones no gubernamentales de derechos humanos y el gobierno regional; o la efigie a la paz levantada por la CVR y la Defensoría del Pueblo en Huamanga. En ambos casos se trata de edificaciones deterioradas y que la población no utiliza. (Conversación personal con Ricardo Caro).
“Si yo tengo personas que quieren ir al museo, pero no comen, van a morir de inanición. […] Hay prioridades”, apuntó el titular de Defensa. Este también afirmó que de tener a la canciller alemana, Ángela Merkel, frente a frente, “le agradecería” por el ofrecimiento pero le haría otra propuesta: “Le diría: qué te parece si empleamos esto en algo más necesario para el país”. http://www.rpp.com.pe/2009-02-26-flores-araoz—crear-museo-de-la-memoria-no-es-prioridad-para-el-peru-noticia_166846.html.
3 “La posición del Gobierno Peruano que expresó la Cancillería (al Gobierno de Alemania) es que no creemos que el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) haya servido a la reconciliación, por ello creemos que no es el momento ni la oportunidad para crear un museo que va a mantener abiertas las heridas”. http://www.elcomercio.com.pe/impresa/notas/no-momento-museomemoria/20090310/256782.
4 “Los museos son tan necesarios para los países como las escuelas y los hospitales. Ellos educan tanto y a veces más que las aulas y sobre todo de una manera más sutil, privada y permanente que como lo hacen los maestros. Ellos también curan, no los cuerpos, pero sí las mentes, de la tiniebla que es la ignorancia, el prejuicio, la superstición y todas las taras que incomunican a los seres humanos entre sí y los enconan y empujan a matarse. Los museos reemplazan la visión pequeñita, provinciana, mezquina, unilateral, de campanario, de la vida y las cosas por una visión ancha, generosa, plural. Afinan la sensibilidad, estimulan la imaginación, refinan los sentimientos y despiertan en las personas un espíritu crítico y autocrítico”. http://www.elcomercio.com.pe/impresa/notas/peru-no-necesita-museos/20090308/256015.
5 Al respecto, es interesante cómo se trata en la película el asunto del miedo y el dolor. El quechua, el canto y las prácticas culturales y rituales relacionadas con la muerte funcionan allí como los lenguajes apropiados para darles expresión, así como los medios a través de los cuales se delimitan los entornos sociales dentro de los cuales estos son comentados y compartidos.
6 Al respecto, se puede leer la entrevista a Kimberly Theidon alojada en http://www.reportajealperu.com/noticias/con-ustedes-kimberly-theidon-la-autora-intelectual-de-la-teta-asustada/.
7 Véase http://www.cinencuentro.com/2008/09/30/vidas-paralelas-2008/, http://www.librosperuanos.com/autores/va-ponce.html, http://www.comisiondelaverdad.galeon.com/.
8 Al respecto, se puede mencionar las investigaciones de María Eugenia Ulfe sobre los retablos ayacuchanos, de Johnathan Ritter sobre el género del Pun Pin, y de Ricardo Caro sobre la conmemoración a los muertos durante los años de conflicto en Sacsamarca.
9 Sólo recientemente, en el Perú se ha empezado a explorar la eficacia que prácticas que pertenecen al campo de la cultura pueden tener en la deliberación de asuntos de interés público, la generación de memoria, de sentidos de colectividad y de responsabilidad social, así como en la canalización de la acción pública. Al respecto, se puede ver
Cánepa, Gisela y Ulfe, María Eugenia (eds.). 2006. Mirando la esfera pública desde la cultura en el Perú. Lima: CONCYTEC.
Alfaro, Santiago. 2005. “Las industrias culturales e identidades étnicas del huayno”. Carmen María Pinilla (ed.). Arguedas y el Perú de hoy. Lima: SUR.
Ritter, Johnathan. 2002. “Siren Songs: Ritual and Revolution in the Peruvian Andes”. British Journal of Ethnomusicology, vol. 11, n.o 1.
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Obras citadas
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