La revolucionaria exposición de Harald Szeemann When Attitudes Become Form (Cuando las actitudes devienen formas) tuvo lugar en 1969 en la Kunsthalle de Berna. La muestra fue un hito expositivo de los artistas postminimal norteamericanos. Según Szeemann, la idea surgió cuando, en una visita al estudio del pintor holandés Reiner Lucassen, éste le preguntó si quería ver la obra de su asistente, Jan Dibbets, quien le saludó desde detrás de dos mesas, una con neones saliendo de la superficie y la otra cubierta de hierba que estaba regando. “Tanto me impresionó ese aspecto -cuenta Szeemann- que le dije al comisario Edy de Wilde: Ya sé lo que voy a hacer, una exposición centrada en comportamientos y en gestos como el que acabo de presenciar”.
La muestra trataba, por tanto, de comportamientos y gestos, con sesenta y nueve artistas americanos y europeos ocupando la institución. Robert Barry iluminó el tejado; Richard Long emprendió una caminata por la montaña; Mario Merz creó uno de sus primeros iglúes; Michael Heizer perforó la acera; Walter de Maria produjo su pieza de teléfono; Richard Serra expuso esculturas de plomo, la del cinturón y la de la salpicadura; Lawrence Weiner extrajo un metro cuadrado de pared; Beuys hizo una escultura de grasa... Hubo incluso artistas que sin estar inicialmente invitados, acabaron uniéndose a la exposición. Fue el caso de Daniel Buren, “que pegó sus franjas por las calles que rodean la Kunsthalle, convertidas así en un auténtico laboratorio y en un nuevo estilo expositivo: un estilo de caos organizado”-contaba Szeemann-. La muestra permitía “producir una obra o simplemente imaginarla” (Laurence Weiner), correspondiendo al comisario hacer que esa libertad fuera posible. Una libertad de actitud frente a una rigidez de estilo tradicional que facilitara, en palabras de Szeemann, que “el arte conceptual se desplazara de la ‘realidad de la imagen’, como en la propaganda política, a la ‘realidad imaginada’, como en el realismo socialista o el fotorrealismo: a la identidad o no identidad de la imagen y lo imaginado”.
Una de las cosas que más impactaron de When Attitudes Become Form, fue la ausencia de un plan comisarial previo. A partir de la visita a Jan Dibbets, la exposición fue creciendo como un sistema dinámico y complejo con bucles que se autoalimentaban -no dejen de leer al cibernista Gordon Pask, cuyos escritos merece la pena redescubrir como herramienta comisarial-. Poco después de conocer a Dibbets, Szeemann visitó los estudios de los artistas del arte povera en Italia, así como el de Hans Haacke y otros creadores radicados en Nueva York.
La muestra nació y creció desde ese tipo de proceso de investigación y metodología, un desarrollo extremadamente abierto muy parecido al que yo mismo desarrollé después en tantas de mis exposiciones colectivas, como por ejemplo Cities on the Move (Ciudades en movimiento) que comisarié junto a Hou Hanru. Una libertad de actitud y forma que entrañaba también una libertad de espacio y de tiempo, con el comisario convertido en una figura paradójica que opera simultáneamente dentro y fuera de las instituciones oficiales, por ejemplo, en una villa teosófica, en un antiguo teatro, en un gimnasio... Esa figura de “comisario freelance permanente”, que se plantea los lugares en los que trabaja como un laboratorio, implica una actitud diferente frente a la memoria: la exposición, el arte y su archivo se encuentran así entrelazados en un “estudio-archivo”, término utilizado por Szeemann para designar la factoría que creó en la localidad suiza de Tegna, donde trabajó hasta su muerte en 2005.
Siempre sentí que, en las múltiples dimensiones de energía y de proceso de When Attitudes Become Form, Harald Szeemann daba continuidad al legado del mítico Alexander Dorner, director del Museo de Hannover, en el norte de Alemania, allá por los años veinte, que definió el museo como una central eléctrica, una Kraftwerk, e invitó a artistas como El Lissitzky a desarrollar presentaciones nuevas y dinámicas a lo que dio en llamar “el museo en movimiento”. Operando desde los decimonónicos espacios dominantes durante el periodo de su “reinado” en Hannover, Dorner se las arregló para definir unas funciones museísticas que todavía hoy mantienen su vigencia. Su importancia, sobre todo para los jóvenes matriculados en los actuales programas de estudios curatoriales, radica en el carácter innovador de sus planteamientos sobre el papel de la exposición, refiriéndose, en diversas ocasiones, a:
-La exposición es un estado de transformación permanente.
-La exposición como algo oscilante entre el objeto y el proceso, afirmando que “la noción de proceso ha penetrado en nuestro sistema de certidumbres”.
-La exposición de identidades múltiples.
-La exposición como algo pionero, activo y que no se guarda nada.
-La exposición como verdad relativa.
-La exposición basada en una concepción dinámica de la historia del arte.
-La exposición “elástica”: presentaciones flexibles en un edificio adaptable.
-La exposición como puente entre los artistas y las diversas disciplinas científicas.
Las exposiciones clásicas, tradicionales, ponen énfasis en el orden y la estabilidad. Sin embargo, en nuestras vidas y entornos sociales, constatamos la existencia de fluctuaciones y desequilibrios, una plétora de opciones y una visibilidad limitada. Igual que la física del no equilibrio ha desarrollado conceptos de “sistemas inestables” o de dinámica de “entornos variables”, una exposición auténticamente contemporánea deberá lanzar propuestas y expresar posibilidades de conexión. Y, aunque pudiera parecernos sorprendente, esa exposición conectaría con los años de laboratorio de la práctica expositiva del siglo XX. Pero, aunque nos declaremos dispuestos a reconocer la importancia de esos precedentes históricos de las exposiciones capitales de hoy en día, ¿cómo podremos desarrollar aquella búsqueda de Dorner por estas presentaciones en expansión?
Si concebimos la exposición como algo abierto, en proceso, la veremos como un complejo sistema de aprendizaje siempre, eso sí, que lleve en sí bucles de retroalimentación que alienten voces de disenso. Lo que exigiría aquello que When Attitudes Become Form mostraba con tanta claridad en su renuncia a la homogeneidad cerrada y a menudo paralizante del programa expositivo tradicional. En otras palabras, deberá permitir que las obras de arte extiendan sus tentáculos hacia otras y que el comisario no se interponga en el camino de esa expansión. La exposición nace cuando lanzas una serie de interrogantes, es decir, una investigación. Las exposiciones deberían estar inmersas en un proceso de construcción permanente. Tu exposición puede ser el punto de arranque de otras: una exposición autogeneradora.
Así, la complejidad interna de la exposición estaría formada no tanto por objetos reales como por acontecimientos. Como en la arquitectura fantástica de las Carceri de Piranesi, los desiguales elementos estructurales de la exposición formarán una maraña de conexiones abriéndose en todas direcciones; una construcción repleta de caminos que permita a cada espectador desarrollar el suyo propio. La sobrecarga sensorial de la exposición tradicional, que en lo esencial sigue basándose en los gabinetes de curiosidades renacentistas (Wunderkammer), suele provocar una anulación de los sentidos. Por el contrario, con su sorprendente rasgo de ser incompleta, la exposición auténticamente contemporánea desencadenará una participación pars pro toto. Presentaciones no lineales como las desarrolladas por Szeemann en When Attitudes Become Form permiten también al espectador crear -y cuestionarse- permanentemente su propia historia, encontrar su propio guión.
Szeemann dejó su puesto de director en Berna al poco de concluir la muestra para convertirse en comisario independiente. Podríamos finalizar, tal vez, preguntándonos cómo sería una institución que se embarcara en un proceso como el propuesto por When Attitudes…, pero con carácter permanente. Una pregunta que nos llevaría a Fun Palace, el proyecto visionario, y nunca materializado, del arquitecto británico Cedric Price. Concebido a finales de la década de los 70, aunque no llegara a ver la luz, Fun Palace se define como el modelo de institución cultural transdisciplinar para el siglo XXI, de la misma forma que otro de los proyectos de Price, The Potteries Thinkbelt, lo es de escuela: una especie de unidad educacional móvil pensada para el nuevo siglo. Price se esforzaba al máximo por sugerir problemas y proponer soluciones, siguiendo las huellas de unas conexiones fundamentales que conducen a Buckminster Fuller, quien contemplaba sus propios proyectos como unos procesos de comprensión de problemas y de planteamiento de interrogantes. Como explica el arquitecto Arata Isozaki, el Fun Palace era un complejo consistente en varias instalaciones móviles que daban forma a un conjunto de ideas vagas de la productora teatral Joan Littlewood sobre cuál debía ser el funcionamiento de una institución transdisciplinaria de ese tipo.
Para Price, la creación del complejo respondía a la necesidad de hacer posible la educación y el entretenimiento auto-participativos, se circunscribía básicamente a un momento concreto y se concebía como un laboratorio de diversión, una universidad de la calle de fácil acceso para la gente, que funcionaría también como banco de pruebas. Price se planteó que tuviera una zona musical, con todo tipo de instrumentos al alcance de los visitantes, un espacio lúdico dedicado a la ciencia, con lecciones e instalaciones para la producción permanente de programas de televisión y de obras de teatro, y una zona dedicada a la artesanía con tipo de artilugios, prácticos y no prácticos. La participación activa se concebía de muchas formas, y habría también espacios tranquilos para ver películas, televisión u obras de arte. En cierta forma, lo que Price quería eran unas zonas de silencio o de contemplación incorporadas a ese escenario itinerante. En sus propias palabras: “Las actividades ideadas para el lugar deben ser experimentales; el lugar en sí, expansible y cambiante; la organización del espacio y de los objetos que lo ocupan debe, por un lado, retar a la capacidad mental y física de los participantes permitiéndoles, al mismo tiempo, fluir por un espacio y un tiempo generadores de un disfrute tan pasivo como activo”.
Una definición que podría resultarnos también útil para replantearnos el espacio museístico o expositivo.
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Hans Ulrich Obrist (Zurich, 1968) es uno de los comisarios de arte contemporáneo más prestigiosos y uno de los que más ha teorizado sobre la idea de la exposición. Actualmente es codirector de la Serpentine Gallery de Londres y acaba de publicar A brief history of curating (2009), una compilación de entrevistas a algunos pioneros de la práctica comisarial, entre ellos, Szeemann.
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visto en Salon Kritik, publicado originalmente en EL CULTURAL
1 comentario:
muy muy interesante, gracias.
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