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"Con enemigos así ..." Slavoj Zizek vs Simon Critchley - José Luis Brea
Acaso habría que empezar por decir que asistir a la confrontación Critchley / Zizek fue un privilegio absoluto. Y no sólo por el contenido mismo de lo aportado -la elaboración de Critchley fue extraordinariamente afinada y precisa; Zizek, en cambio, fue más a bulto- sino también porque en el debate se pusieron en escena -casi diría, en escenario- tanto las posiciones más elaboradas y representativas que hoy pueden adoptarse en relación al núcleo de la cuestión debatida -a saber, el fundamento de la acción política de resistencia-, como el mejor judo intelectual que hemos visto jugar en público en mucho tiempo.
Empezó Critchley con precisión anglosajona, exponiendo con gran refinamiento su posición. Partió -cómo no- de la reivindicación de la decepción, del desencanto -en este caso, el que acarrea ver defraudada la expectativa de justicia y libertad, en el horizonte de la vida práctica. Abandonando los modelos que pretenden diseñar ese horizonte absolutizado en uno u otro fundacionalismo, eligió el camino de una minima moralia, que esta vez situó no tanto en la enseñanza del arte -como lugar de empatía y sentimiento de solidaridad con el otro: es su aquilatada posición en el magnífico Muy poco ... casi nada- sino en una cierta “teoría del sujeto” formulada como estructura incompleta, faltante -lo que teniendo enfrente un capitán lacaniano ya era provocar. Apoyándose en Levinás, argumentó en la constancia de la infinitud de la demanda del yo el perfil de un elegante modelo ético de institución del sujeto como “dividuo”, como instancia dividida entre el propio demandar ilimitado y su proyección en el otro, pensado éste a su vez como procurador del mismo monto ilimitado de demanda recíproca. Para lograr un equilibrio suficiente de ambas fuentes de demanda -o, digamos, para rebajarle la arrogancia al propio, el peso derivado de su mayor proximidad al punto de palanca- Critchley vino a recurrir, muy anglosajonamente, al humor. Un humor que jugaría entonces un papel cercano al del ironismo en Rorty y en el que se podría confiar para descargar de soberbia y autoconvicción (de lastre: es sobre todo un humor dirigido a no tomarse a uno mismo demasiado en serio) la propias teorías, interpretaciones y convicciones. Es a partir de ello que -y ya sobre esa arquitectura dividida de la institución de lo subjetivo- acertó a proponernos su minima moralia como una “ética del compromiso-acuerdo” [commitment] abierta al otro (y excelentemente articulada hasta aquí, todo hay que decirlo).
Pretendió a partir de ello -como no podía ser de otro modo, para no quedarse en los vuelos de la pura abstracción- derivar una política, y aquí su posición se internó en aguas sin duda más difíciles. Intentó de cualquier forma abrirse paso en ellas con la misma elegancia y parecido bisturí conceptual y, con él en mano, ensayó elaborar una taxonomía general de los posicionamientos políticos posibles en nuestro mundo y nuestros días, distribuyéndolos en tres grandes familias de neos: la de los neoliberalismos, la de los neoleninismos, y la que llamó del neoanarquismo. Innecesario decir que la primera -fundada en el egoísmo y la pura autoafirmación del cada cual- no se correspondía con la ética del compromiso y la apertura al otro defendida. Tampoco la segunda, y pese a su compromiso con la revocación de ese orden de los neoliberalismos campantes, se ajustaba al modelo: en los posicionamientos críticos de los neoleninismos falta justamente la escucha a la “demanda infinita” del otro. Pecan de exceso de autoconvicción y fundamentalismo, y barren en su actuación el margen de incertidumbre que el autohumor -y la obligación a balancear el propio criterio con la aceptación del del otro- introduce.
Por tanto, sería la tercera opción la que, bajo su punto de vista, mejor recogería su “ética del compromiso-acuerdo” con el otro, con su apertura hacia él, y también entonces la mejor para realizar una efectiva “política de resistencia”. Con todo, en su devenir “neo”, este anarquismo se habría dejado por el camino toda expectativa de derrumbe del aparato de estado y, por tanto, apuntaría más a una ética de la responsabilidad -de la ecología, de la sostenibilidad- que a otra dirigida por el afán emancipatorio, libertario. Así que nos encontraríamos con una opción un poquito descafeinada y muchas veces agotadoramente titubeante, deseosa siempre de entender y ponerse simultáneamente en el otro lado –me atrevería a sugerir que su atractivo y quizás novedad radica en definirse como una sugestiva “política de la enemistad”-, y muy poco dispuesta por tanto a legitimar nunca las armas de la violencia -salvo en aquellos en que este uso viniera a evitar la comisión de una violencia mayor (siguió en la defensa de esta “crítica de la violencia” caminos bien conocidos que oscilaron entre Benjamin, Arendt y hasta Gandhi, pero lo hizo nuevamente de una manera indudablemente modulada, rigurosa y precisa).
Aun cuando no viniera a traer grandes promesas ni utopías -pero sí pequeñas acciones de “intersticio”, según sus palabras- ni siquiera podíamos estar seguros de que esta opción fuera a triunfar. Al contrario, Critchley no dudó en reconocer que sospechaba muy improbable la verificación histórica de esta tercera opción (que él reconocía en las efervescencias de Seattle o los movimientos sociales, o en algún nuevo indigenismo latinoamericano, sin atreverse a precisar mucho más allá de alguna alusión a Morales). De cualquier forma, y pese a ello, tampoco dudó en afirmar que ella era, sin duda, no sólo la opción que hacía objeto de su elección personal, sino también aquella que bajo su punto de vista tenía la legitimidad añadida de articularse como una cierta ética formal-procedimental-abstracta (del compromiso) como la expuesta, capaz entonces y por ello de avalar en el rigor filosófico-analítico un programa suficientemente sustentado para una acción política sostenible -aunque ciertamente ésta tuviera que reconocerse como “de mínimos”.
Y hasta allí el bisturí. Donde Critchley había ido separando con oficio de tenaz microcirujano, Zizek entró arrasando con el bulldozer -de una inteligencia siempre chispeante e implacablemente desplegada. Con astucia de psicoanalizado interminable -en una de sus anécdotas más divertidas reconoció que en las sesiones nunca paraba de parlotear lo que fuera, para evitar que el analista le condujera hacia alguna cuestión importante- eludió por completo exponer -o defender- su punto de vista propio, eligiendo en cambio atacar el del contrario. Así que en la práctica, hubo solamente una conferencia, y un largo debate acerca de ella. Es posible que Critchley pensara en Zizek cuando habló de neoleninismo -es difícil imaginar un autor vivo más identificable con esa posición- pero éste no se dio como tal por muy aludido, y en vez de fundamentar en forma alguna su propia postura (a favor de la “segunda familia”), ejerció de analista feroz de la de su interlocutor, adoptando para la suya la posición de lo que está fuera de cuestión, del “supuesto saber”. Claro que incluso esto pudo -y supo- justificarlo. Lejos de la posición de “escucha del otro” defendida por Critchley, Zizek reivindicó la necesidad de ponerle limitaciones a ese escuchar. La “escucha respetuosa del enemigo” tenía sus límites, y la comprensión excesiva paralizaba la acción necesaria: él nunca hubiera tenido interés de empatizar o atender a las razones de Hitler (demagogia al canto), ni creía que Morales -o incluso Chavez, le reprochó a Critchley no haberse pronunciado sobre este opositor más efectivo al neoliberalismo imperialista- debiera seguir haciéndolo. Al contrario, justificó Zizek, en el ejercicio de su “antagonismo” llegaba el momento de suspender la escucha únicamente útil para la acción intersticial y, más bien, utilizar -frontalmente- la fuerza de las armas en lo que fuera necesario.
El marco para esa toma de posición venía provisto por el entrecruce particular que en su sistema forman el psicoanálisis y la crítica de la ideología. Desde él, la escucha al argumento del otro encontraba como límite la sospecha de que su habla en realidad sólo decía verdad para el escuchar abstracto de algún imposible Gran Otro. Lo que se dice y argumenta es siempre la construcción falsificatoria de una representación interesada, y ello pone un límite consistente a la vocación de atender a la “demanda infinita” del otro (que en realidad no se dirige verdaderamente al diálogo, sino a un supuesto saber que está fuera de la propia escena real: en el ámbito de lo simbólico). Apostar entonces por la escucha infinita al otro sería hacer concesión al ordenamiento bajo el que sus falsificatorias representaciones encuentran amparo y cobertura -y es eso justamente lo que, en la opinión de Zizek se trata de romper mediante la acción política. La suspensión de la escucha infinita -y el ejercicio del no reconocimiento ilimitado del otro en la lucha de los intereses- se fundamenta entonces en la certeza de que el enemigo miente -y dice siempre aquello que sea preciso decir para que, aún cambiándolo todo, todo siga igual. La acción política toma entonces fundamento -y aquí se ve que aún teniendo en común el punto de partida en el escepticismo frente a la transparencia pura del decir, ambos pensadores llegan a conclusiones totalmente opuestas cuando derivan de ella el fundamento de la acción práctica- en la suspensión de la confianza en la palabra -que para Zizek es tratada en efecto fundamentalmente como síntoma: ciertamente como seña de la constitución incompleta del sujeto; pero sobre todo como falsedad, tomando en ello fundamento para darle el trato propio de la ideología.
La acción política -que ya dije al principio, fue la cuestión central del debate- se instituye entonces para Zizek partiendo del desenmascaramiento de lo falseatorio del discurso del otro. Y el paso al actuar se produce así en la denegación del valor de verdad a su discurso y en la postulación del propio en el lugar del sujeto que sabe, y que en ese saber –que es proporcionado por el trabajo analítico, nutrido en el cruce de materialismo histórico y psicoanálisis- se legitima como sujeto de acción. Al hacerlo así, se posiciona en el lugar del sujeto revolucionario que asume a la vez constituirse en el de la historia. Enriquecida de este modo con la densidad del análisis lacaniano, la teoría de la acción política de Zizek se prefigura a partir de una crítica de la ideología que justifica la suspensión de la escucha al otro en una dialéctica de corte neoleninista que abandera la ocupación del lugar -y el ejercicio supuestamente legítimo desde él- del saber-poder.
Cierto que Critchley podría haber optado por contraatacar las extremas debilidades de esta posición, pero Zizek no le dio tiempo, poniendo hábilmente en evidencia las de la suya. Vimos así a un extremadamente correcto Critchley matizando y matizando lo que su peculiar neoanarquismo representaba, y a la defensiva ante la más fiera acusación que podría hacérsele: que en realidad su formulación de las posiciones de la “tercera familia” neoanarquista constituía el mejor amparo ideológico imaginable -la retórica encubridora más potente- para una práctica característica en realidad de la primera familia de operadores políticos, la de los neoliberales. Siendo cierto que esa estructura tan abstracta a favor del reconocimiento de la demanda infinita del interlocutor parece ciertamente proyectarse sobre un Gran Otro ajeno a cualquier Real, y deja entonces casi intocado el mundo que hay, quizás la mejor alternativa práctica para la rigurosa posición ética defendida por Critchley habría sido probablemente la de una socialdemocracia de nuevo cuño comprometida fundamentalmente con la diversidad, la responsabilidad social y la sostenibilidad.
Sin duda si ésa hubiera sido la apuesta su sistema se habría manifestado más trasparente -lo que realmente queda de libertario en su neoanarquismo es bien poquito- y menos sospechoso de expender una retórica vaciada. Aunque también es cierto que hubiera resultado mucho menos atractivo y complaciente para un auditorio que a todas luces se veía más dispuesto a dejarse encandilar con las fantasiosas retóricas antisistema -ya del neoleninismo, ya del neoanarquismo- que no con soluciones que parecieran, de cerca o lejos, defender las posiciones posibilistas de alguna tercera vía. Y mucho más en un escenario como aquél, en que las palabras alternadas de los dos filósofos iban muy pronto a dejar paso a otra alternativa no menos cautivadora: entre el “I predict a riot” de los Kaiser Chiefs y el “We are the night” del los Chemical.
Me gustaría en todo caso terminar esta reflexión-relato comentando lo que podría parecer una paradoja -aunque como tal, quizás, profundamente alumbradora. Ella se produjo alrededor de la figura del humor, que para Critchley jugaba, ya lo he dicho. un papel esencial en la fundamentación de su ética del compromiso-contrato. Puede que a algunos les resultara sorprendente ver con cuánta fiereza Zizek cargó contra ella (defendió que el humor formaba parte de las estrategias disciplinarias y militares de la peor estofa, lo que ilustró con varios chistes de cuartel ciertamente aterradores). La paradoja estaba en que Critchley hizo su defensa del humor con seriedad extrema, mientras Zizek -que lo había sometido a escarnio- no paró de utilizarlo en todo momento como procedimiento argumentativo principal (en todo momento sus argumentos se apoyaban en ejemplos, y la mayoría de los que se propusieron eran en efecto chistes). Pero que Zizek oscilara en los brazos de esa curiosa paradoja no debería extrañarnos. Por un lado –fuerza de argumento- necesitaba atacar el desfondamiento del auto-tomarse-en-serio que Critchley postulaba para sostener su ética de la infinita demanda; Zizek al contrario necesitaba un sujeto que, como sujeto-supuesto-saber, pudiera tomarse a sí mismo bien en serio. En cambio –táctica parlamentaria-, necesitaba dinamitar el proceso de argumentación rigurosa y extremadamente seria con que Critchley postulaba su minimalismo ético, para invocar en cambio en el poder del chiste a la identificación gregaria (y el propio Zizek había reflexionado con lucidez sobre el poder a partir de ello "militarizador" que al respecto, ciertamente, posee su empleo)
Pero acaso lo más significativo -y si me permiten, escalofriante- fueron los dos chistes con que comenzó y terminó Zizek su charla. Con el que terminaba vino a prometerle a Critchley que aún en el caso de que su propia opción neoleninista triunfara en el mundo y se viera en la circunstancia de “escucharle o no” en su demanda infinita, lo haría.
Por supuesto, mentía, y lo había advertido desde el principio, con el chiste con el que, esta vez, inició la charla. “Ustedes conocen el dicho de que 'con amigos así quién necesita enemigos'. Pues en este caso sería al revés, a saber: 'con enemigos así, quién necesitaría amigos'”. Sin duda la frase puede llegar a ser cierta. Pero sólo en boca de uno de los dos “sistemas” o voces confrontadas -y no precisamente la de quien hizo el chiste, Zizek. Que, lo explicó con extrema claridad, no creía desde luego en esa “complaciente” y tibia concepción de la enemistad.
Lo que probablemente no le merma valor y credibilidad, en cualquier caso, a la que sin duda tiene en cambio -y a todos los que en esa imagen nos da la espalda pudimos comprobarlo- de la amistad. Apreciémosle cuando menos por ello, por ella ...
Pensémoslo de este modo: con amigos así, quién necesita ... enemigos así ...
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