jueves, julio 09, 2009

Empujar el arte hacia la vida (y viceversa) - Miguel López

Pocas experiencias sociales y políticas han propiciado tal grado de movilización colectiva, de rabiosa denuncia y de recuperación radical de la esfera pública como los efectos impensados de la “silueteada” del 83’ durante la III Marcha de la Resistencia de las Madres de Plaza de Mayo. Un acontecimiento mejor conocido como el “Siluetazo”. Más de 25 años después de aquella primera aparición, el imaginario de desobediencia civil allí desatado continúa atizando las formas más beligerantes de protesta, de confrontación activa contra la represión y de lucha frontal por el poder simbólico.

Las maneras de leer el Siluetazo han sido también múltiples. Generado por iniciativa de tres artistas visuales (Roberto Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel) con el apoyo de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, y algunos activistas y grupos de derechos humanos, su realización pasó de inmediato a formar parte de la historia de la política en la batalla por los desaparecidos.
Aunque impulsado inicialmente por artistas, su combate se ubicó siempre en un lugar enérgicamente distinto al de los circuitos del arte, inscribiendo una dinámica de acción y participación en donde cada sujeto devenía productor de una gran enunciación colectiva. Quizá por ello en los últimos años su recuperación algo tardía para una historia del arte ante la cual fue largamente invisible no ha estado exenta de reparos y divergencias.


El desplazamiento no resulta tampoco hoy nada sencillo. Las pugnas por redefinir el sentido de estas prácticas se viene librando tanto dentro como fuera de lo artístico. Y ahora con particular énfasis, frente a un escenario global que ha empezado a digerir institucionalmente la objetualidad fetichizada de sus registros sin que ello implique una puesta en riesgo institucional ni una apuesta por una participación activa en aquellas mismas disputas.
Sin embargo, recontextualizar el Siluetazo dentro de aquella genealogía podría permitirnos invocar una memoria política distinta: las trazas de un arte decidido a intervenir en los debates públicos, capaz de apostar por la construcción de un proyecto democrático del disenso. Fragmentos decisivos – aquí aún breves e incompletos – que acaso sirvan para pensar una incipiente cartografía de prácticas subversivas que redefinen permanentemente la proyección social de ciertos procedimientos artísticos.

En el mismo setiembre de 1983, el grupo chileno C.A.D.A. (Colectivo de Acciones De Arte) realiza una acción titulada NO +. La acción, desarrollada casi al mismo tiempo pero sin conexión con la “silueteada” argentina, era una respuesta a la conmemoración de los diez años de la dictadura en Chile: una intervención capaz de ofrecer una frase (“No +”) que movilice demandas de la sociedad civil. Así, a través de la inscripción masiva de la frase con pintura sobre los muros de la ciudad – un gesto prohibido por el régimen militar – el lema se convirtió en poco tiempo en una proclama de insubordinación por parte de la ciudadanía frente al régimen.

“No + muerte”, “No + dolor”, “No + dictadura”, “No + hambre”, “No + tortura”, afirmaban carteles, telas, intervenciones o pancartas en la ciudad, producidos por una multitud ilocalizable. Una propagación imparable e inédita, cuyas ilimitadas posibilidades se expandirán geográficamente a lo largo de los siguientes años a través de acciones, convocatorias públicas e incluso por medio de las organizaciones antidictatoriales que la convirtieron en el lema de su lucha.


Al igual que el Siluetazo, la socialización radical del procedimiento estético del NO + exigía que el transeúnte lo modifique en su traslado, eludiendo así, en su aparición incierta e imprevisible, todo orden policial. Una estética de reproducción que evoca transversalmente los usos de la serigrafía como herramienta política de comunicación popular – y con ello una tradición extensa de gráfica en los grupos de izquierdas: el esténcil, el graffiti, los murales, las fotocopias –, y que encauza no accidentalmente algunos de los más filosos cruces entre arte y política en aquellos mismos años en el continente (colectivos como el Taller 4 Rojo en Colombia entre 1972-1976, el Taller E.P.S. Huayco en Perú en 1980-1982, el grupo Suma o el grupo Mira de México durante los años 70, entre varios otros).

En un registro distinto se pueden ubicar los posibles legados del Siluetazo. La historiadora Ana Longoni ha señalado ejemplos en algunos de los contextos recientes de resistencia política como las siluetas y escraches que HIJOS – organismo de derechos humanos de hijos de desaparecidos – promueve desde fines de los 90 en contra de algunos viejos represores, o también a través de acciones e intervenciones de un renovado activismo argentino, con colectivos como Arde Arte!, el GAC (Grupo de Arte Callejero) o Etcétera..., articulados en los márgenes del circuito artístico.

Un eco que también resuena – aunque sin conexión directa – en otros acontecimientos no suficientemente documentados como la acción que Eduardo Villanes realiza en 1995, frente a la matanza de nueve estudiantes y un profesor por parte de un comando paramilitar del Estado peruano, y cuyos restos mortuorios fueron entregados en cajas de cartón de leche evaporada de la marca “Gloria”. Villanes realiza una intervención anónima en la Vía Expresa de Lima en donde la inscripción “EVAPORADOS”, realizada en cartón con recortes de siluetas de manos, emergía en alusión al empaque de leche pero más aún a las desapariciones. Convocando luego a una marcha pública de protesta con dirección al Congreso, portando cajas de leche sobre la cabeza (la frase “leche evaporada” de las cajas era tachada para afirmar: “GENTE evaporada”), asociando así la violencia y los cuerpos de los desaparecidos con los de cualquiera.

Sin lugar a dudas repensar el Siluetazo y sus tensiones desde el presente podría permitirnos instalar en otros términos la reflexión sobre el alcance ‘relacional’ con que ciertas retóricas han inundado los discursos del arte contemporáneo, y más aún las políticas estatales y propagandas populistas que han enclavado eficazmente una noción despolitizada del espacio público en tanto lugar de todos, borrando sutilmente las oposiciones por un ideal compartido que promueve una falsa participación. Frente a ello el accionar múltiple de la “silueteada” argentina parece decir que un espacio es solo público en tanto permite reinstalar un escenario de posiciones enfrentadas, reintroduciendo los conflictos y antagonismos erosionados.

Así también, una experiencia como Lava la bandera, iniciada en Lima en mayo de 2000, puede revelar otro de los intensos desbordes en los que una energía mínima es capaz de detonar una protesta incesante. Impulsada por el Colectivo Sociedad Civil – integrado inicialmente por artistas visuales pero también por ciudadanos de diversas formaciones y procedencias –, la acción tomó la Plaza Mayor a pocos días de la segunda vuelta de un irregular proceso electoral que pretendía prolongar la dictadura de Fujimori.
El lavado de banderas se inició en la pileta colonial de la Plaza, para luego ser paulatinamente acompañado por decenas, cientos, y posteriormente miles de ciudadanos que transportaban sus propias banderas, bateas y jabón, semanas tras semana, conformando un ritual de rechazo público incontrolable. Convirtiendo la Plaza Mayor, y luego las muchas plazas de la ciudad y del país entero (e incluso embajadas peruanas en el extranjero) en gigantescos tendales callejeros que clamaban por una limpieza simbólica: el retorno a la democracia. Un proceso que acompañó decisivamente no solo la caída del régimen, sino que se ha extendido hasta hoy como uno de los más significativos gestos de impugnación y resistencia apropiados por distintos grupos minoritarios.


Al igual que experiencias como el NO + o el Siluetazo, el potencial político de Lava la bandera no descansa únicamente en su dimensión icónica o alegórica, sino en esa fuerza liberadora que en su devenir anónimo emerge para cuestionar toda asignación previa de los cuerpos. Esa “toma estética” – como enfatiza el historiador Roberto Amigo al referirse al Siluetazo – que acompaña a la “toma política”, y que pone en evidencia pública lo que parecía imposible de ser dicho por los medios, transformando estéticamente la realidad, y en ese proceso ensanchando los contornos de lo que parecía posible de imaginar sobre una situación toda.
Hay sin duda una energía emancipadora que los vincula. Una dimensión que escapa a cualquier orden funcional, y que se inscribe en el registro sensible, subjetivo e inmaterial de una forma de experiencia siempre destinada a regenerarse. Allí donde la estética logra ser finalmente un reducto de resistencia inagotable.

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[publicado en el suplemento Cultura|s #368 del diario La Vanguardia (miércoles 8 de julio de 2009) / fotos de el Siluetazo: Eduardo Gil / fotos de CADA, NO +, del archivo de Lotty Rosenfeld / foto de proyecto Gloria Evaporada, de Eduardo Villanes / foto 1 de Lava la Bandera, de Elio Martucelli]

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