
La metodología, transmitida por testigos visuales y participantes en la acción de la Plaza, contada boca a boca o canalizada a través de la prensa, se reproduce a escala nacional durante años: incontables acciones públicas comienzan a estructurarse alrededor de ese mecanismo tan sencillo como sobrecogedor: un grupo humano se organiza en el espacio de la calle para producir la presencia de la ausencia masiva. Se convierte así en uno de los ejemplos más relevantes que se hayan dado de socialización participativa de herramientas creativas de producción de imágenes, que sirven como modo de visibilización y al mismo tiempo de estructuración tanto de la protesta puntual como de todo un movimiento social.

Prestemos atención al momento que acabamos de describir sucintamente, porque en él hayamos el instante justo en que eso que luego se denominó "el siluetazo" o "la silueteada" comienza a adquirir su condición de experiencia clave en la historia de las articulaciones entre práctica artística, política de movimientos y activismo social. El siluetazo se puede entender, en primer lugar, como un puente excepcional entre dos momentos históricos del activismo artístico habitualmente escindidos: el del ciclo revolucionario del 68, por un lado, y el del actual ciclo de conflictos, desde finales de la década de 1980, por otro. En lo que respecta al primero, el siluetazo bebe de proyectos de autoemancipación colectiva como la pedagogía del oprimido de Paulo Freire o el teatro del oprimido de Augusto Boal, de la actualización del teatro comunitario que efectúa el argentino Grupo Octubre, y de una experiencia clave en el desbordamiento sesentayochista desde el arte de vanguardia hacia la política revolucionaria: el proyecto Tucumán Arde. [Véase nuestra reseña del libro de Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a Tucumán Arde, en Cultura/s, 4 de junio de 2003.]
Precisamente el (gran) León Ferrari, participante de Tucumán Arde, afirmó lo siguiente (en unas declaraciones a Longoni que El Siluetazo recoge): "El siluetazo fue una obra cumbre, formidable, no sólo políticamente sino también estéticamente... una idea propuesta por artistas la lleva a cabo una multitud sin ninguna intención artística... no importaba si era o no era arte". Exactamente en la misma dirección reflexionó el ya fallecido Aguerreberry, extrayendo de la experiencia agudas conclusiones: "El artista, más que productor de las obras, podría serlo de los proyectos que, al generar la participación, permitirían el desarrollo de la experiencia estética popular... creando sistemas para que los demás se expresen". He ahí la manera en que el siluetazo avanza una de las características compartida por muchas experiencias de anudamiento entre el arte, la política y el activismo que se han dado en los últimos veinte años: se trata de pensar el arte como una práctica colaborativa de la cual surgen modelos visuales, materiales y estéticos, cuyo objetivo es ponerse a circular y proliferar a través de la utilización que de ellos hacen anónimamente sujetos colectivos. Lo que Brian Holmes afirmó a propósito de los signos diseñados colaborativamente por el colectivo francés Ne pas plier, en el sentido de que su significado y su forma se modelan a través del uso colectivo, se podría hacer extensible a las imágenes políticas producidas artísticamente dentro del movimiento internacional Act Up originado en los Estados Unidos; a los signos y acciones de colectivos argentinos como Arte en la Kalle, Etcétera o el Grupo de Arte Callejero para los escraches; o a las experiencias colaborativas tempranas en España que impulsó La Fiambrera.
Para finalizar, me gustaría resaltar cuáles son, a mi modo de ver, las más ricas matrices interpretativas que contiene el hermoso libro coral de Bruzzone y Longoni. En primer lugar, el enfoque materialista de Julio Flores, basado en el análisis semiológico de la imagen y en el Walter Benjamin de El autor como productor: "La figura humana vacía y de tamaño natural fue el signo que iba a representar a cada uno y a todos los que fueron víctimas de la desaparición. En el conjunto, cada figura debía verse única, múltiple e irrepetible, pero su procedimiento de realización debía ser socializado... valorizando la discontinuidad discursiva y el impacto comunicacional". En segundo lugar, la lectura ritualística de Gustavo Buntinx: "La toma de la Plaza tiene una dimensión política y estética, pero al mismo tiempo ritual. No se trata sólo de crear conciencia sobre el genocidio, sino de revertirlo". En tercer lugar, el análisis que del siluetazo hace Roberto Amigo en términos de acontecimiento, como una resignificación del
espacio de la plaza, remitiéndose a lo que Juan Carlos Marín denominó producción de una territorialidad social para referirse a la acción de los movimientos sociales revolucionarios argentinos de la década de 1970. Y en cuarto lugar, la manera en que Eduardo Grüner ubica el caso de estudio en un problema histórico más general: cómo pensar las relaciones entre el arte y la violencia política. Para ello, Grüner conjura a un Benjamin mesiánico frente al productivista que moviliza Flores, a la hora de plantear lo que denomina "el dilema adorniano" del pasado siglo: cómo representar lo irrepresentable, el horror de la desaparición física de las personas a escala masiva.
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[publicado en el suplemento Cultura|s #368 del diario La Vanguardia (miércoles 8 de julio de 2009)]
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