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Me quedé corto en mis previsiones con respecto al inicio veneciano del Grand Tour. La peor de las bienales que he podido ver entregaba dosis elevadísimas de aburrimiento y academicismo. Aunque pensé que era una fraude total, lo que me decepcionaba no era la presunta «calidad museística» de las obras, como tuve que escuchar de labios de ciertos acólitos, sino la falta total de orden y concierto, la necesidad de imponer a machamartillo un canon sin asumir riesgos ni hacer otra cosa que aclamar lo que ya está desde hace años entronizado. Si Storr ha cumplido su proyecto de montar un «Salón» de convencionalismos y bautismos étnicos (resulta especialmente chocante que pretendan redimirle por incluir un presunto «Pabellón Africano» que es una colección privada de un millonario de aquellos dominios que, para más sorpresa, se dedica a restaurar la Academia veneciana), favoreciendo las bodas de la papanatería y el cinismo, los pabellones todavía nacionales eran la cima de lo lamentable. La palabra «fraude» se queda corta a la hora de calificar la impostura pictórica de Tracey Emin y, en el caso español, lo de «paraíso fragmentado» era el puro y simple sinsentido, un verdadero patinazo curatorial en el que se mezclaba lo acaso gracioso con actitudes pretenciosas o completas nulidades. Aunque los abrazos se administraron a diestro y siniestro, la indignación ante el déjà vu y lo banal fue en aumento.
Reino de Filisteos.
La amalgama estetizante y la camarilla presta para lo que haga falta convirtieron el mundo del arte a partir de la década de los 90 en un pantano pútrido. Fumaroli nombra en El estado cultural el conformismo superficial y el murmullo retenido que acostumbra a señalar el reino de los filisteos. Y, sin embargo, hay un microclima de euforia contagiosa, un turismo cultural vertiginoso que colapsa todos los espacios. Tal vez una de las actitudes que más detesto de la familia o mafia artística contemporánea es la tendencia a no decir ni bajo tortura lo que se piensa, a participar del fraude con una frivolidad mayúscula y, sobre todo, con la certeza de que a fin de cuentas no importa nada sino tan sólo los beneficios que puedan obtenerse. A fuerza de oír hablar de «estrategia», «visibilidad» o «selección» hemos aceptado lúdicamente la ceguera frente al mamoneo.
¿Cuántas veces no habremos escuchado preguntas retóricas en torno a sandeces pretendidamente «sublimes»?, ¿Quién no ha sospechado que detrás de los elogios ditirámbicos se oculta el descarado amiguismo? Saturados de patetismo, intentamos encontrar una «redención» artística que, finalmente, no supone más que la participación en otro Gran Guiñol. Frente a la pecera catódica accedemos a un estado neutralizado de la conciencia, mientras que en los sacrosantos templos de la Cultura se nos impone el silencio y se niega el tacto, a la vez que obliga a aceptar lo allí neutralizado como algo lisa y llanamente memorable, la guinda del pastel de una sociedad amnésica.
Imposturas.
Quiero nombrar dos manifestaciones de la impostura artística que, a pesar de su carácter, están aupadas por el furor mediático. No me he podido sustraer a la epidemia de admiración hacia la capilla de Barceló en Mallorca, con crónicas inmensas en las que se hablaba de una lucha cuerpo a cuerpo con la materia, de un golpear a puñetazos el barro para que apareciera lo «milagroso». Daba igual que intentaras escapar del tsunami de propaganda «barceloniana», porque, si no estabas de acuerdo, era mejor que te tragaras la lengua. Finalmente pude ver la cosa, y aquello es un bodrio estricto. Una épica que es de cartón piedra, que se resquebraja y que Barceló revela que tiene pies de barro, esto es, que ha sido un «fenómeno local» pretendidamente «internacional».
Junto al artista mediocre ungido como un genio se encuentra otro paradigma nefasto: el arquitecto estelar ante el que se inclina el poder político. Pienso en Rafael Moneo, un pope incuestionado, que ha perpetrado una ampliación del Museo del Prado que es un cóctel de cursilería y falta de capacidad para generar estancias por lo menos dignas. Ya había montado auténticos desmanes arquitectónicos, como la Estación de Atocha o el Ayuntamiento de Murcia, pero ahora remata su trayectoria con esta pésima construcción que forma parte de esa nueva modalidad del espacio jibarizado que ha desplegado con el máximo «rigor» Jean Nouvel en la también sórdida ampliación del Museo Reina Sofía. Pero estas luminarias no pueden ser censuradas de ningún modo; al contrario, hay que extenderles la alfombra roja. ¿Por qué se guarda silencio ante los desastres del santoral de la cultura?¿Qué lleva a la crítica a adoptar la actitud del palmero o a ser el aceite de la ensalada del gusto? Tal vez sea por un sensato miedo al poder de los sectarios o la mera reacción adaptativa para poder vivir del arte. Incluso el francotirador o el apocalíptico forman parte de la maquinación cultural.
El karaoke como modelo.
A nadie debe extrañarle el título que Storr ha puesto a su bienal-pompier: Pensar con el sentimiento, sentir con el pensamiento. Bonito juego que sirve para enterrar toda pretensión teórica y comenzar a columpiarnos en la emoción, en la maravillosa intuición, en la nostalgia de la belleza perdida. Generar conceptos o entregarse a la crítica es demasiado fatigoso y obliga a comprometerse. Mientras están sacando bandejas de canapés, no sirve la denuncia del fraude; el show business no necesita ni de héroes, ni de agoreros. El modelo de nuestra cultura es el karaoke para el que no hace falta ninguna memoria, salvo la del tono sometido a imitación.
Prolifera el patrón de OT: hay que entregarse a lo melodramático y respetar al jurado, aunque sus insultos abrasen. Lo dijo el comisario, lo ha repetido un galerista a punto de perder pie bajando de una góndola:dentro de dos semanas, en una revista glamourosa, se propagará la buena nueva. No os andéis por las peligrosas ramas de la crítica, comenzad a sentir. Si Welles, en su magistral F for Fake, montó una reflexión en torno a la capacidad del arte para producir «magia», en los fraudes artístico-culturales contemporáneos lo que sale de la chistera es lodo envuelto en titanio (valga la alusión de refilón al conocido Efecto Guggenheim) o, como dijo con sagaz maldad Oteiza, «papel de chocolate». Dicen ahora que las latas de mierda de artista de Manzoni están llenas de yeso. Menos mal que Los Soprano han terminado con un fundido en negro. Esa «familia» nunca me defraudó; en sus crímenes no había «nada personal».
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