No obstante debo problematizar sobre una de las últimas respuestas de la entrevista a Gustavo Buntinx al respecto de 'reproducir' o reconstruir obras "a destiempo", y que él vincula tácita pero explícitamente al caso de uno de los miembros del taller E.P.S. Huayco: Juan Javier Salazar. Buntinx reprocha indirectamente el hecho de crear "réplicas auténticas" para ser vendidas a los millonarios. La complejidad del asunto despierta además -pensando especialmente en la obra de JJS- diversas interrogantes y reflexiones ya no sólo sobre la propia noción de 'original' y 'copia' -algo viciado en sí mismo en la producción de la obra de JJS-, sino incluso sobre de qué manera operan y cuáles son los dispositivos de legitimación del sentido de estas obras, y quienes o que soportes fungen o se atribuyen la condición de rectores de este asentamiento semántico.
La crítica de Gustavo señala que el criterio estrictamente mercantil no debería ser el que movilice la reelaboración de obras -ante lo cual estamos completamente de acuerdo-, pero es justamente aquel factor económico el que de pronto se me hace complicado ver como motor absoluto de las obras recientes de Salazar, y en cambio pensaría en una reformulación y en la cantidad de sentidos nuevos que una obra como -por decir un ejemplo- Perú, país del mañana (proyecto para hacer un mural cuando tenga el dinero, mañana) desplaza en su versión de 2006. Sentidos que no tienen en ningún caso que competir ni compararse valorativamente (aunque sí interpretativamente) con su versión de 1981. Dos piezas que responden a contextos sociales, culturales e históricos completamente diferenciados y que fungen, en ambos casos, como "registros sensibles" -para usar un concepto de Gustavo- de distintas épocas, tomando en cuenta incluso que entre ambas piezas hay cambios visuales evidentes -la versión reciente incluye hasta el presidente Toledo-.
Sirva la reflexión de Buntinx para poner en juego nuevas ideas sobre el tema.
[Entrevista de Ana Longoni a Gustavo Buntinx]
Revista. Barcelona, MACBA, verano 2006
Gustavo Buntinx: Hay, sin duda, una renovada escena reflexiva que se consolida. Radicalmente y de varias maneras. Entre tantas otras cosas, creo que estamos ante un giro decisivo hacia el estudio concreto de situaciones específicas en la plástica contemporánea. Una práctica en realidad muy establecida en otros ámbitos de la historia del arte, pero por lo general descuidada en todo lo referido a nuestra actualidad más quemante.
Existen varias explicaciones atendibles en relación a esto último: en particular la distancia incierta frente a hechos e imágenes recientes, en los que además varios de sus intérpretes hemos tenido a veces algún tipo de participación.
El tema es cómo productivizar esa dificultad inherente a nuestra opción analítica. La respuesta es dialéctica: desde hace por lo menos veinte años vengo sosteniendo la necesidad de insuflar a la historia del arte con la intensidad y urgencia de la crítica de arte, y a la crítica con el largo aliento de la historia. No es poco lo que se ha avanzado en esa decisiva tarea intelectual —que es también política—.
Pero importa destacar el que esta renovación epistemológica para la discusión sobre el arte contemporáneo se remonta hasta la década de los ochenta, como lo demuestran ponencias y ensayos dispersos. La novedad está en el formato unificado y mayor de las publicaciones actuales de tantos autores que suelen compartir ese compromiso metodológico desde el mismo perfil generacional –y la mayor repercusión y permanencia por lo tanto logradas para las propuestas que así se expresan.
Ojalá una articulación más orgánica de esos esfuerzos pueda contribuir a la lucha crucial contra la improvisación, la arbitrariedad, la subjetividad tendenciosa, la pavorosa informalidad académica que asola el devastado campo de nuestro quehacer intelectual. Ese contexto carga con un interesante sesgo militante a lo que podría interpretarse como una estricta reivindicación disciplinaria. Es lo que intenté sugerir desde la cita a Lucien Fevbre que da título al prefacio del libro sobre E.P.S. Huayco, Combates por la historia, ya que lo que finalmente estamos librando son esas batallas. Por la propia posibilidad y la idea misma de historia entre nosotros.
AL: Respecto de la historia de E.P.S. Huayco, partes de ubicarlo en un contexto social y político muy diferente al de las dictaduras militares que estaban en ese momento en el poder en otros países latinoamericanos. ¿Podrías sintetizar los rasgos de esa particular coyuntura peruana, que vinculas a la esperanza revolucionaria nacida con el paro nacional de 1977?
GB: En el Perú, el masivo paro nacional del 9 de julio de 1977 forzó la retirada definitiva de una dictadura militar peculiar, iniciada en 1968 con un programa en apariencia «progresista» que, luego, su llamada «segunda fase» se encargó de desmantelar. Pero aquella movilización sin precedentes inauguró además un horizonte de radicalidades inéditas, al que he denominado la utopía socialista para distinguirlo del autoritarismo fundamentalista más tarde encarnado por las actividades violentas de Sendero Luminoso.
Desde esa fecha hasta las elecciones de 1980, sectores muy considerables de la iniciativa política y la hegemonía cultural estuvieron en manos de una nueva izquierda heterodoxa en
la que predominaban sectores provenientes del castrismo y el trotskismo. Pero más importante que esa filiación fue su implícita búsqueda de una alianza estratégica entre la pequeña-burguesía-ilustrada y lo popular emergente, sobre todo mediante el acercamiento a la experiencia de la migración urbana y los nuevos sincretismos generados en torno a ella. De ese contexto surge la gran ilusión de una (pos)modernidad popular, plena de promesas liberadoras, incluso en términos culturales.
Propuestas como las del grupo Paréntesis y sobre todo el taller E.P.S. Huayco supieron darle una autónoma pero culminante expresión artística a esa gran esperanza social y política. También a su crisis terminal, anunciada por la ruptura traumática de la Alianza Revolucionaria de Izquierda (ARI) poco antes de los comicios que acabaron con una dictadura para dar inicio a lo que, con el tiempo, se iría convirtiendo en una guerra civil. La utopía socialista fue una de las primeras víctimas de ese proceso. Y con ella desaparecería también el taller E.P.S. Huayco, aunque no la radicalidad artística, que encontró otros horizontes y cauces.
AL: Paso ahora a tu particular lectura de El siluetazo, acción colectiva iniciada en septiembre de 1983, cuando la dictadura argentina preparaba su retirada. Encuentras en esa potente forma de representación de los 30.000 desaparecidos por la represión militar, «no la mera ilustración artística de una consigna [“aparición con vida”] sino su realización viva». ¿Por qué?
GB: Porque el principio vital y simbólico allí actuante no fue el de representación sino el de presencia. Cada silueta fue confeccionada con el soporte de vida proporcionado por los miles de manifestantes dispuestos a –literal y metafóricamente– «poner el cuerpo», configurando con su propio perfil el perfil ausente de los desaparecidos. Y devolviéndolos así a una fugaz pero poderosa experiencia de vida. Transformada: algo decisivo cambió incluso en mí y en mi experiencia del arte al participar yo también en ese primer Siluetazo de 1983. De inmediato percibí, con toda claridad, cómo un poderoso elemento de taumaturgia se deslizaba tras ese accionar en principio político. Y crucial para ello fue su vocación no-artística, su inscripción y validación en otros registros: sociales, existenciales, religiosos incluso.
AL: A pesar del dispositivo de represión policial reinante, durante el primer Siluetazo, se empapelaron con estas figuras que evocaban la presencia de los ausentes, los muros que circundan la Plaza de Mayo y sus inmediaciones. El historiador del arte argentino Roberto Amigo evalúa este acontecimiento en términos de una toma del lugar que simboliza la suma de poder político, económico y religioso del país, una toma no solo política, sino también estética. Tú, de alguna manera, le discutes: «la toma de la Plaza tiene ciertamente una dimensión política y estética, pero al mismo tiempo ritual». Lees la experiencia como «una experiencia mesiánico-política donde resurrección e insurrección se confunden.» ¿Puedes desarrollar esta dimensión?
GB: En primer término, es importante subrayar el carácter complementario antes que antagónico de las lecturas sobre el Siluetazo ensayadas por Roberto Amigo y por mí. No hay entre nuestros ensayos una discrepancia de fondo sino una diferencia de enfoque y de énfasis. Y allí sí debo tal vez admitir una peculiaridad presente en buena parte de mi trayectoria reflexiva, que insiste en tensionar la interpretación artística con variables no solo sociales sino también religiosas —entendiendo esta última también como una pulsión inconsciente, o como una matriz cultural que se extiende más allá de cualquier acto de fe—. De allí la importancia que en diversos trabajos míos ha tenido el tema de la pérdida y restauración del aura.
AL: ¿Qué persistencias y qué reformulaciones identificas entre estas prácticas de finales de los setenta y principios de los ochenta que conoces tan bien, y otras producciones posteriores, tanto en la escena peruana como en la argentina?
GB: No me siento autorizado para opinar sobre la escena argentina más reciente, pues desde hace varios años me encuentro físicamente distanciado de ella. Pero en cambio sí puedo rendir testimonio sobre el interesante carácter referencial que estrategias simbólicas como las de El siluetazo en Argentina y el No + en Chile pudieron tener para las propuestas surgidas durante lo que en el Perú llamamos el derrocamiento cultural de la dictadura de Fujimori y Montesinos, en especial a lo largo del año 2000. Estoy sobre todo pensando en Lava la bandera, ese ritual participativo de limpieza patria que llegó a ser multitudinario, al igual que otras iniciativas del Colectivo Sociedad Civil, creado inicialmente por un núcleo de personas surgidas de la escena plástica, incluyéndome a mí y a mi esposa, la artista Susana Torres. Allí, contribuimos al reciente viraje democrático en el Perú desde una praxis simbólica que ofrece un plus diferencial a la lucha por la ciudadanía: la acción de lavar ritualmente la bandera nacional peruana en las plazas públicas, en alusión a la corrupción del régimen, fue una acción que se inició en la Plaza de Armas y se extendió semana tras semana, como un cáncer, por todo el país e incluso las comunidades de peruanos exiliados. El Colectivo Sociedad Civil postula la redefinición del espacio público por un sentido renovado de la praxis: las intersecciones críticas de ciudad y ciudadanía, de polis y política. También, predeciblemente, de ética y estética.
AL: ¿Qué precauciones plantearías a la inclusión de estas prácticas artísticas en colecciones de museos o en dispositivos de exhibición en ámbitos artísticos? ¿Pueden mostrarse en tanto «obras» o se trata solo de registros? ¿Es posible dar cuenta de sus sentidos específicos en esos nuevos contextos?
GB: Precauciones, todas. Pero sin demasiadas ilusiones. Está en la naturaleza misma de la institucionalidad artística y de sus mecanismos el fetichizar incluso aquello que se origina como un gesto plenamente anti-artístico. Lo importante, en todo caso, está en concebir formas siempre renovadas de enfatizar lo fugaz e irreproducible de una forma de actuar simbólica cuyo sentido de origen está en la praxis y no en la objetualidad de sus subproductos.
Sigo pensando que hasta las imágenes más asimilables a la condición de «obra» deben ser sometidas a una contextualización rigurosa. Una puesta en valor artístico que no soslaye su condición de documento —en el sentido radical y ambivalente de esa categoría, en tanto registro pero también resto de una historia a la que debe permanecer siempre ligado—.
Todo lo contrario de lo que ocurre con los intentos mercantiles de algunos plásticos por reproducir a destiempo —a veces décadas después de los hechos— «réplicas auténticas» o símiles artísticos de las imágenes más identificadas con las irreproducibles situaciones de vida expresadas en ellas. El objetivo suele ser una capitalización demasiado literal de la historia. Pienso en los giros de uno de los integrantes de E.P.S. Huayco, que durante años hizo fama con la idea de que los artistas deberían intentar lograr milagros en vez de venderle cuadros a millonarios. Y ahora se ha convertido en el principal perseguidor de millonarios para la venta personal de versiones tardías de su producción subversiva de otrora. No es, por supuesto, el único rasgo que actualmente lo distingue, y siempre habrá algo apreciable que decir de su obra en general, incluyendo otros aspectos de la más reciente. Pero como uno de los principales difusores y exégetas de su labor histórica, no puedo dejar de sentirme llamado a la reflexión, a la auto-reflexión. Y a la melancolía. También a la sabiduría.
Procuremos no ser injustos con demandas imposibles a seres inevitablemente (demasiado) humanos. Ni siquiera Duchamp pudo resistirse a esas tentaciones. La pregunta que finalmente inquieta es la que debemos dirigir hacia nuestra propia práctica, en tanto autores de una historia que se quiere alternativa y crítica tanto en su estructura como en su selección de temas. Pero siempre bajo el riesgo de contribuir –sin quererlo– a otra suerte de mistificaciones. Tal vez la vocación crítica, la audacia teórica, el alto rigor disciplinario, no sean garantías suficientes para el quehacer historiográfico distinto en el que estamos empeñados. ¿Qué precauciones adicionales debemos nosotros mismos asumir?
Buenos Aires-Lima, mayo de 2006
[imagen 1: Juan Javier Salazar, Perú, país del mañana (proyecto para un hacer un mural cuando tenga el dinero, mañana), versión 2006 / imagen 2: E.P.S. Huayco, Sarita Colonia, 1980, esmalte sobre aprox. 12,000 latas de leche evaporada emplazada en el km. 54 1/2 de la Carretera Panamericana. Foto: Marianne Ryzek / imagen 3: El Siluetazo, Buenos Aires, septiembre de 1983. Foto: Villoldo]
1 comentario:
A mi entender, el término más interesante de la polémica (to be), no es capital (la pregunta por las motivaciones económicas, que difícilmente aplica directamente en el caso de la muestra), sino tiempo, un concepto obviamente implícito a toda re-producción. En el caso específico de “La persistencia de lo efímero” se puede pensar en des-tiempo sin que se postule como una forma de anacronismo. En tal sentido el prefijo “des” resulta útil para pensar la historización llevada a cabo, como una forma de dar cuenta de un des-fase. Y lo digo, en función a la misma pregunta que formulas como crítica a lo planteado por Gustavo: ¿“de qué manera operan y cuáles son los dispositivos de legitimación del sentido de estas obras, y quienes o que soportes fungen o se atribuyen la condición de rectores de este asentamiento semántico”? Aquí la respuesta la proveería por anticipado el destiempo mismo (cuyo timing no podría ser mejor), pues éste apunta a hacer de una mirada retrospectiva una intervención retroactiva en la historia que aborda, no obstante ésta se halla a la espera de ser escrita, de ser inscrita.
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