domingo, julio 01, 2007

Censura Quijano-Williams siguen las reacciones

Continuan los pronunciamientos públicos sobre el caso de censura a la muestra de Piero Quijano. Añado más abajo tres articulos (Rafo León, Mario Ghibellini y PC) aparecidos en la edición de ayer sábado 30 de junio del semanario SOMOS y la Columna Okupa de Rocío Silva Santisteban en la revista Domingo de La República. Pero de entre ellos hay uno que llena de ira e indigna a la vez pues proviene del jefe del Estado, Alan Gabriel Ludwig García Pérez, tal y como recoge la edición electrónica de hoy día de Perú 21. (Pronunciamiento debidamente contestado por Piero Quijano). Si sumamos esta descarada "legalización" de la censura a la gran cantidad de gestos, medidas y señales que el mandatario y su gobierno han ido prodigando en relación a Cultura, Derechos Humanos, Pena de Muerte, TLC, TC, Mineras, Fujimori y demás hay que pensar si no es tiempo ya de que la esfera del arte y la cultura se posicione de palabra y con hechos ante tamaña degradación de la democracia. ¡Qué tristeza un Neovirrey para la Neocolonia!


Revista Domingo
La República, 1 de julio de 2007
Kolumna Okupa
INCensura
por Rocío Silva Santisteban

En tiempos de globalización y amplias posibilidades de
difusión de todos los mensajes a través de múltiples canales paralelos, una censura explícita, sin rodeos ni regodeos, es una estupidez más que una estrategia. La censura a la muestra de Piero Quijano, “Caricaturas 1990-2007”, ha terminado siendo una publicidad para su autor y una exposición que estaba pasando casi desapercibida para la amodorrada prensa cultural nacional. Una segunda oportunidad para los que no tuvimos ojos de ver, pues Quijano, además de ser un pintor excepcional que ha retratado con inusual fuerza y ternura las imágenes urbanas de una Lima mestiza, es un caricaturista sólido y atrevido, que con cuatro pinceladas y su relleno de color pastel, puede cuestionar, poner en aprietos, subvertir y, sobre todo, perturbar que es la función final de todo arte.
No obstante, más allá de lo beneficios indirectos de la estupidez peruana del Perú, lo que debe de ocuparnos son los motivos —el nudo central del asunto— que suscitaron la “queja” del General Edwin Donaire, el Comandante General del Ejército preocupado en dibujitos. La ilustración es una parodia de la famosa fotografía ganadora de un Premio Pulitzer, los soldados estadounidenses en el Monte Iwo Jima, pero en su versión peruana durante el conflicto armado interno: los soldados apuntan con un arma exagerada a un campesino, el verdadero héroe de nuestra historia última de violencia y sangre. En un país donde los militares son el paradigma del heroísmo, ¿cómo podría un campesino excluido del banquete quedar graficado como un Cristo inmolado? La imagen, en realidad, no es equívoca sino solo exagerada; basta leer algunos capítulos del informe final de la CVR para darnos cuenta de que esto es exactamente cierto. Es una tarea del propio Ejército Peruano cambiar de imagen, en lugar de optar por la inflexibilidad, el autoritarismo y la tacha fascista.
La caricatura como género siempre ofenderá: ése es su cometido; entendemos que a los militares no les haya gustado —¿a quién le gusta su propia caricatura?— pero una cosa es opinar en contra, y otra muy diferente, acallar la voz que nos acusa. No obstante, lo peor de todo es que haya tenido eco en una institución que se supone debe proteger todo tipo de expresión artística, todo artefacto cultural, toda forma de organizar lo que algunos denominan “cultura” en nuestro país. ¿Acaso no se pudo contestar la carta al General Donaire puntualizando que se trata solo de una muestra de caricaturas en un gesto del INC defendiendo su propio fuero? Si cedemos en este punto, se ha cedido en todo. Porque es fácil proteger el patrimonio ancestral, pero muy diferente hacerlo cuando hablamos de cultura viva e insumisa.
Los pintores de las cortes y sus venias terminaron junto con la Monarquía y sus cabezas en los cestos de la revolución francesa; y si hoy en día puede darse un arte decorativo, ad-hoc a los intereses de un mercado cada vez más perverso, también existe un arte libre de toda presión, libérrimo, que solo se contiene a sí mismo y, por supuesto, que no ejerce esa otra forma de chatura mental: la autocensura. Quijano y sus carros de colores verdes y morados; sus calles de tonalidades malvas; sus mujeres cholas y mestizas pintadas de rosa y azul, así como sus caricaturas, son la muestra palpable de alguien que, a pesar de las múltiples dificultades, impone a su obra una fe en sí misma. La función del arte en el mundo contemporáneo es desempolvar las mejillas maquilladas de los bienpensantes con un par de rotundas cachetadas. Y que se sobe al que le duela.
De todas las expresiones artísticas la caricatura es una de las más osadas. Los caricaturistas entran en aprietos día a día, no sólo porque deben de tomar el pulso de una nación heterogénea, y conectarse con los malestares del gran público; sino porque perturbar desde ese arte es dos veces más difícil en tanto que, debido a su desmedida libertad, han roto todos los esquemas previos y sus vanguardias son extremadamente atrevidas. Piero Quijano ha podido mantener una línea, un estilo que mezcla discreción, ironía, ludismo y ciertos trazos aparentemente infantiles, para conseguir un gesto inusual en el lector/espectador: reflexión después de la sonrisa de medio lado.
Todas estas caricaturas fueron publicadas antes en medios de prensa nacionales, y como dice el anónimo autor de la nota de prensa de La Culpable —el espacio sin censuras que ahora acoge la muestra— por eso mismo llama poderosamente la atención que sea, desde una muestra discreta en la discretísima Casa Mariátegui, que los militares pongan el grito en el último piso del local del INC. Y es que los museos no son espacios de poder como los medios, por eso ejercer la dominación sobre ellos parece tan sólo un trámite burocrático. Felizmente el artista tiene dignidad y ejerce la indignación como un reclamo ciudadano. El público debe aprender de él y batir las palmas.

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