Creo que un problema mayor en los relatos que han intentado 'observar' o 'narrar' el arte conceptual en América Latina -y quizás en general-, es precisamente que obvian la dimensión política de sus distintos asentamientos discursivos. Preocupados más en ensanchar el rango temporal del 'conceptualismo' -si es un año más o un año menos-, o empecinados en pelear por precocidas históricas intercontinentales -que si nuestro 'conceptual' fue 'antes' que el otro-, se logra obviar por completo lo que aquella emergencia estética de formas desasignadas de nombre revela, en tanto distintos procesos de modernidad irresueltos y enfrentados. Para mí una pregunta clave sería intentar entender lo que tal etiqueta inscribe en sus intentos de construir una historia. Qué es lo que aquella etiqueta performa en el relato.
Intentar trazar una revisión histórica de aquellas 'experiencias' implica lidiar necesariamente con ese teatro de los procedimientos que ha inscrito determinados sucesos bajo órdenes específicos. Acontecimientos cuyos efectos de significación están marcados inevitablemente por las formas en que se han insertado en determinados aparatos: por sus usos, conquistas, derrotas, accidentes, ausencias, equívocos y múltiples desviaciones. Y de la cual el relato de Barrios es parte, pero no solamente. Es decir, no se trata ya de alojar incansablemente nuevos sucesos en el contenedor inagotable que creemos es la historia, sino de detectar en qué situaciones éstos reaparecen y cumpliendo qué nuevos papeles. Y más aún: qué tipo de formas de subjetivación estos ponen en marcha.
La sensación que me queda luego de leer el comentario de Vanegas, es que la lectura que hace María Mercedes Herrera consigue avanzar cuestionando el relato de Barrios, ampliando su 'temporalidad', pero recayendo en cierto afán taxonómico y clasificatorio, casi de etapas, sugiriendo quizá involuntariamente cierta progresión de 'lo conceptual'. Lo que podrá ser un muy eficaz retorno al orden: poner cada cosa en su lugar es una de las formas más efectivas de despolitización que existen. Pero es importante advertir que lo conceptual es una invención política, como retórica incluso, un artefacto que no debería servirnos más que para cogerlo y desmontarlo a fin de entender sus posiciones estratégicas en determinadas luchas. Tragarnos la ficción de 'lo conceptual' a estas alturas es un absurdo historizador de la cual muchas escuelas de historia del arte estarían orgullosas, pero que sirve de poco si realmente queremos desjerarquizar los modos positivistas del pensar de la 'historia'.
No estoy comentando ya sobre el texto o a investigación de MMH -que no he podido leer-, sino sobre la posición que adoptamos al momento de aproximarnos a eso que creemos es nuestro objeto de estudio. Se trata también de preguntarnos que queremos cuando intentamos recuperar el pasado, queremos narrar la 'historia'? Porque en ese sentido una 'recuperación' ficcional como la del artista y militante maoísta Pedro Manrique Figueroa, "el precursor del collage en Colombia", es mucho más pertinente en sus dimensión subversiva, desbordadora y posibilitadora que abre otro modo de pensar la historia, desmontándola y remontándola a placer. Y es que no se recupera el pasado para hacerlo existir como un cúmulo de esqueletos recobrados, sino para perturbar profundamente los órdenes y seguridades del presente. Reintegrar el componente subversivo de aquello que historiamos no es una tarea que pueda verse zanjada en relatar con veracidad y certeza lo que aparentemente conocemos. No es hacer necesariamente exposiciones, compilaciones o volúmenes sobre un tema; ni listas, directorios o compendios. Es hacer salir la cosa toda de su cauce, desmontando los modos establecidos de pensar un detrás y un delante.
Cómo vamos a traicionar el arte conceptual? Qué espacios discursos queremos construir, que corporalidad y formas de visibilidad, qué dinámicas de subjetivación política nos interesa? Porque si algo podría tener de importante esa cosa informe que mal llamamos 'arte conceptual' no es en ningún caso la retórica estéril de la globalizada 'desmaterialización' de las formas, ni el glamour que pueda tener hablar hoy sobre ella, sino su intentos radicales de generar otros efectos en el sujeto, inscribiendo mecanismos de pensamiento emancipatorios que desnaturalicen y evidencien la dimensión ideológica de eso que, desde hace no demasiado también, hemos convenido en llamar 'arte'.
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“La Emergencia del arte conceptual en Colombia: 1968 – 1982”, de María Mercedes Herrera
El 18 de febrero, María Mercedes Herrera presentó en la sala de conferencias del Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia una charla titulada “La Emergencia del arte conceptual en Colombia: 1968 – 1982”. Esta presentación mostraba los resultados de una indagación interesada en ampliar y problematizar la cuestión de la aparición de un tipo de modalidad artística en el país, sobre el que se ha escrito poco y mal. De hecho, una de las personas que ha cumplido a cabalidad con estas dos cualidades es el artista Álvaro Barrios, quien ha sido entronizado como el historiador “oficial” de aquello que nebulosamente él y otros contemporáneos suyos dieron en llamar arte conceptual en Colombia.
Según comentó en su charla, Herrera basó gran parte de su indagación en el libro Orígenes del arte conceptual en Colombia. Por el hecho de volver a un libro como ése, ya su trabajo se vuelve encomiable. Darse a la tarea de leer y releer ese cúmulo de anécdotas y referencias familiares y de otro tipo, sin matizaciones ni cuestionamientos de ninguna índole, conformado a partir de entrevistas de lo más elegantes y humorísticas, donde la presencia del autor es superabundante, es una actividad agotadora. Ahora bien, ese libro no solo trata de ilustrar la vida, obra y peripecias de cinco artistas, dos galeristas y Álvaro Barrios, sino también pretende ser un manual de lectura donde se intenta que los “artistas de las generaciones recientes [conozcan] en detalle los hechos que dieron origen al Arte de Ideas entre nosotros” puesto que, como siempre que se cuenta una historia épica, se trató de un asunto difícil, plagado de “dificultades y prejuicios que fue necesario enfrentar” y donde quizá lo más importante sería el reconocimiento de “la actitud valiente de estos precursores, algunos de ellos ya desaparecidos, gracias a la cual nuestra plástica empezó a adquirir dimensiones universales.”(1)
A veces, la revisión histórica da sus frutos. No siempre sucede en algunas construcciones endebles - como aquella que se denomina historia del arte colombiano-, atacadas por investigaciones superficialísimas, autores distraídos y artistas altamente susceptibles a las auscultaciones teóricas. El caso de lo que se suele llamar arte conceptual en Colombia ha sido ése. Y luego de revisar el libro de Barrios, lo que queda es una pésima perspectiva de lo que fue el trabajo de una serie de sujetos que buscaron implicar su actividad basándose en la adquisición y reinterpretación de los postulados que estaban en auge en Estados Unidos y Europa hacia mediados de la década de 1960 y durante la de 1970. De ahí que la propuesta de Herrera resulte bastante alentadora, por atreverse a plantear una periodización distinta sobre las obras que podrían incluirse en esta categoría y por buscar vías de interpretación menos esquemáticas o reducidas. Su actividad retorna a los artistas y sus propuestas para otorgarles un perfil mucho más definido que el de simples “precursores”.
En primer lugar, Herrera decidió ampliar la década que pretendió revisar (a medias) Barrios: 1968-1978. Ella le añade cuatro años más, los mismos del gobierno de Turbay Ayala y su afamado Estatuto de seguridad. Luego, la historiadora encontró que de 1968 a 1972 se podría hablar de la aparición de un “arte de chiste”, “de broma”, donde de lo que se trataría sería de inquietar al campo artístico local ya cimentado y, de paso, si era posible, a los espectadores que visitaran las muestras. Si se recuerda el mentadísimo escándalo del premio a la caja de Bernardo Salcedo en el concurso Dante Aligheri de 1966 (aderezado con amenazas de demanda, conatos de huelga por parte de los jurados y demás), se puede reconocer rápidamente el tono de estas iniciativas. La metodología de trabajo de Herrera la llevó a revisar los comentarios periodísticos y la crítica de arte producida en la época, lo cual le permitió encontrar que la primera mención explícita del término “arte conceptual” no se debió, como era de suponerse, a ninguno de los “precursores” ni al mismo Álvaro Barrios, sino a una periodista fuertemente comprometida con el cubrimiento de cierta parte de la actividad artística nacional en ésa década, Beatriz de Vieco. Herrera comentaba que de Vieco hizo referencia al arte conceptual para aludir a una exposición de bolsas de plástico vacías y planas que mostrara Salcedo en la sala Gregorio Vásquez de la Biblioteca Nacional, luego de la Bienal de Coltejer donde expuso la Hectárea de heno. Tiempo después, Salcedo obligó a la periodista a retractarse en otro artículo, según una mención poco trabajada en la conferencia de Herrera, alegando que lo suyo era pintura, dibujo y demás.
Posteriormente, la investigadora marca un período que iría desde 1973 hasta 1977, en el cual los artistas se interesarían por trabajar un tipo de arte “no político” –categorización que entendí más bien poco (de seguro por falta de atención mía)-, toda vez que, sin explicarlo demasiado, la investigadora mencionaba algunas obras y de paso hablaba de la pretensión de algunos sectores sociales por acceder a los espacios de decisión política que les habían venido siendo vedados sistemáticamente por el sistema bipartidista (orgullosamente) colombiano. Aquí, Herrera hablaba de un “arte de participación”, cuyas características técnicas estarían definidas por el uso de ensamblajes, acumulaciones, apropiaciones e inserciones en obras que, de manera colateral y no siempre explícita, transmitían algún tipo de opinión crítica. En este punto la argumentación de Herrera se veía bastante aminorada, puesto que entre las imágenes que usó para ilustrar este tipo de “arte de participación”, incluyó una obra de Enrique Grau, de una prostituta engalanada con tules, con un brazo derecho montado sobre la tela de la pintura, montada sobre un fondo de papel de colgadura o cortinas, con una mesa frente a ella y un tigrillo disecado en medio de ambas. Considero que ahí la confusión residió en la debilidad de la categoría lanzada por Herrera y su utilidad para diferenciar dos modalidades técnicas. De otra parte, cuando hizo referencia a la obra que Antonio Caro realizó en el segundo piso del Planetario de Bogotá, donde aparecía la frase de Mao Tse Tung, “El imperialismo es un tigre de papel”, Herrera insistía en afirmar que no se trataba de un gesto político. Creo que lo que entendí poco podría ser la manera en que Herrera contrastaba lo que podría ser el contenido político de una pieza artística y el nivel de compromiso ideológico de su autor. Si mal no recuerdo, creo que los artistas empleados por Herrera para afianzar ese contraste fueron la nunca bien ponderada Clemencia Lucena o los integrantes del Taller 4 Rojo.
Ahora bien, llegó el brillantísimo Julio César Turbay al poder y todas aquellas actitudes fueron desaparecidas como por arte de magia. Es ahí donde Herrera estableció el tercer quiebre de esa historia, el cual estuvo marcado, de una parte, por el repudio instantáneo de parte de artistas e instituciones (2) hacia el manejo de imágenes sobre revoluciones, pueblos en marcha (hacia adelante o hacia atrás), reivindicaciones maoístas y de pelambres similares, optimismos por el futuro del mundo, etc. Adicionalmente, este quiebre estuvo orientado por algo que ella denominó “la institución de un habitus” , la “institucionalización” del arte conceptual, patente en el primer premio recibido por la obra Alacena con zapatos de El Sindicato en el Salón Nacional de Artistas. Según la lectura de Herrera, en ese momento otros productores basados en Medellín o Cali comenzaron a exponer los resultados de exploraciones mucho más juiciosas (en el sentido de su apego y respeto a los marcos discursivos del arte contemporáneo) de algunos principios del arte conceptual lanzados por autores como Kosuth, Lewitt, Lippard y otros, e involucraron dentro de sus reflexiones procesos mucho más válidos a largo plazo que los chistes de Salcedo, la fijación hacia Marcel Duchamp por parte de Álvaro Barrios, la manía por los Espacios ambientales y la mezcla (extraña por proceder de quienes procedía) de múltiples categorías entronizadas en el arte internacional y trasplantadas con periodicidad de revista de arte estadounidense al contexto colombiano. La irrupción, simultánea o en bloque, del arte conceptual, el arte povera, el minimalismo o el pop, pudo haber contribuido a que críticos altísimamente informados pero teóricamente despistados (como por ejemplo, EduardoSerrano), no pudiesen crear relatos interpretativos que contextualizaran eficazmente los modos, convergencias y contradicciones existentes en la producción de cierta porción del arte colombiano realizado en esa época.
A pesar de esta relación, quedó en el aire la idea de que Herrera no fue muy clara (o lo suficientemente insistente) al definir qué tipo de perspectiva del arte conceptual, cuál de sus múltiples definiciones, utilizó para observar la producción artística hegemónica de la época que examinó. La audiencia de la conferencia no desatendió esto y durante dos ocasiones le formuló esa misma pregunta. Tal vez el problema que tenían las personas que preguntaron o quienes no quedamos satisfechos con la indagación que a este respecto realizara Herrera, es que no conocemos el documento donde reposa su análisis. Ojalá sea impreso. Antes de que acabe esta década.
Entre las conclusiones propuestas por Herrera queda una bastante preocupante, puesto que enlaza dos realidades convencionalmente separadas del campo artístico local: el afán por producir dentro de él y la poca sostenibilidad que brinda a sus practicantes. Desde la investigación de la María Mercedes Herrera, resulta muy significativo encontrar que muchos de los personajes que hicieron obras “conceptuales” desaparecieron más bien pronto del circuito, por cuanto éste no les proveyó la seguridad económica suficiente para continuar insertos en él. Lo que para muchos de nosotros es obvio (arte conceptual= no $, o mejor, producción artística=no $), aquí funciona como una característica más del campo artístico, que de por sí daría para toda una serie de pesquisas no exclusivamente sociologistas à la Bourdieu, sino también un poco más atentas a las circunstancias de la economía colombiana y a la situación del productor y la comercialización de sus objetos dentro de esa estructura.
Notas:
1.- Álvaro Barrios, Orígenes del arte conceptual en Colombia, I.D.C.T., Bogotá, 1999, pág. 11.
2.- Hay quienes no pueden creer hoy en día que una de las galerías que más apoyó la difusión de la obra de Clemencia Lucena fue la de Alonso Garcés. Es más, su sorpresa se intensifica cuando aprecian el cuidadoso catálogo que acompañó una de sus exposiciones allí. Hoy en día sería bastante difícil (e inquietante) asistir a una exposición de un artista-activista político altamente comprometido con el comunismo nacional en esa misma galería. Los tiempos cambian, la gente también… los galeristas, algo.
Guillermo Vanegas
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