martes, diciembre 16, 2008
Entrevista a Jean-François Chevrier. Poéticas del documento
A propósito de la imprescindible exposición El Archivo Universal. La condición del documento y la utopía fotográfica moderna, que se viene presentando actualmente en el MACBA bajo la curaduría de Jorge Ribalta, el suplemento 'Agenda' del museo publica una breve entrevista con el teórico francés Jean-François Chevrier. Ya el año pasado di cuenta aquí de la publicación en español de un libro notable, editado por Ribalta, bajo el título de 'La fotografía entre las bellas artes y los medios de comunicación' que antologa varios de los principales ensayos de Chevrier que van desde la observación de la fotografía como constructor de realidades en el siglo XIX, hasta sus procesos de museificación y su posibilidad crítica frente a ciertas retóricas espectaculares del arte contemporáneo. Ya Chevrier ha colaborado también con el MACBA con la exposición Arte y utopía. La acción restringida, que es una recuperación de la obras e ideas del poeta Stéphane Mallarmé para repensar la historia del arte occidental moderno.
Reproduzco aquí la breve entrevista -de una sola pregunta- que carece de autoría pero que, casi sin temor a equivocarnos, podemos adjudicar a Jorge Ribalta, y en donde Chevrier desarrolla de forma sustanciosa sobre la dimensión política del documento -siempre en tensión con la historia-, sobre las estrategias de archivo del arte contemporáneo, y sobre la necesidad de entender el documento desde el entorno discursivo en el cual se "produce". Y es que pensar el documento no implica simplemente observar el remanente o vestigio material de un algo que ya ha ocurrido, sino poder adentrarnos a los modos en los cuales se construye la historia. Una constatación que no puede quedarse únicamente en el entendimiento de tales construcciones, sino que debería poder permitirnos construir otra historia, de manera distinta. Restos que pueden permitir abrir la formación de los discursos, y el modo en el cual estos emergen ya convertidos en prácticas sociales.
Pensar el documento requiere por tanto intentar alejarnos lo más posible de cualquier atisbo de verdad inherente que queramos encontrarle, para poder pensarlo estritctamente desde su coyuntura política, eso que le ha permitido -y que le permite todavía- existir, como fuente y como saber, en un momento específico.
Reproduzco aquí la pregunta y respuesta a Jean-François Chevrier tomados de la Agenda del MACBA (la versión en francés puede leerse aquí).
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Entrevista a Jean-François Chevrier
Poéticas del documento
Pregunta: Más que formularte una serie de preguntas, quisiera señalar tres cuestiones que, en mi opinión, son claves en los debates actuales sobre el documento, de modo que puedas articular tu exposición como te parezca más conveniente.
La primera es la condición memorial del documento. Jacques Le Goff estableció de manera clásica la dialéctica entre el documento y el monumento y dijo que la existencia de documentos es la condición previa para que haya historia. El género documental está ligado a la representación de las clases populares como medio para integrar lo subalterno en la historia dominante. ¿Qué piensas de esta conexión? ¿Estás de acuerdo? ¿Hasta qué punto crees que esta tradición del documental como género constituido para construir la memoria de las clases populares es una condición política específica y determinante para el documento fotográfico?
La segunda es el vínculo entre documento y archivo. El género documental en fotografía es un terreno en el que se da una tensión radical entre el archivo y la exposición como espacios discursivos antagónicos. Tu te has ocupado de nociones como tableau fotográfico o montaje, es decir de las condiciones de la fotografía en el espacio de la exposición, pero no tanto del carácter archivístico del documento fotográfico. ¿Qué importancia das al archivo como espacio discursivo para la fotografía?
Y la tercera y última es la conexión entre el documento y la representación de la ciudad. Parece que hay una fuerte proximidad histórica entre el documento fotográfico y los problemas de la ciudad. Por ejemplo, tenemos las campañas fotográficas históricas para documentar el patrimonio y las reformas urbanas desde el siglo XIX. También en el siglo XX, las nociones de lo documental parecen estar muy determinadas por la figura fundadora de Atget. ¿Estás de acuerdo con la relevancia que se da a Atget en la definición del estilo documental propio del siglo XX? ¿Qué lectura puede hacerse de la conexión que hay entre el documento y la representación de la ciudad?
Jean-François Chevrier: ¿Qué es un documento? La primera respuesta es: todo, cualquier cosa. Toda imagen o, de manera más general, todo artefacto puede convertirse en documento según como se mire. El arte no es una excepción. Una obra de arte puede considerarse documento de cultura, incluso síntoma. El valor documental de una imagen depende del uso que se hace de ella, de la interpretación que se le da después, más que de la intención que motivó la toma de esa imagen. En el ámbito de las ciencias humanas, en particular para los historiadores, domina la idea de archivo, de la que se han apoderado algunos artistas de tendencia conceptual. El archivo es un parámetro artístico reciente. Puede otorgársele un valor instrumental en los conflictos de interpretación que constituyen una cultura viva. Si este valor no se considera un material bruto o una simple metáfora de la memoria, el archivo puede contribuir a restaurar un pasado olvidado o, de modo más dinámico –o más polémico–, a desarrollar un proceso de apropiación en la construcción de una identidad individual o colectiva. Es aquí donde opera la noción de cultura subalterna, inspirada en Gramsci. Sin embargo, la idea de «integración histórica» siempre me ha estremecido. No se puede desear, a mi entender, que a uno lo integren en una historia de la que lo han excluido. No se puede sino procurar transformar esa historia, hacerla y contarla de otra manera. De ahí la importancia del anacronismo libertario en el arte. Al mismo tiempo, no puede tratarse de asignar al arte una función anarquista. Sería el colmo, y, sobre todo, una manera de suscribir la ideología liberal-libertaria que define ampliamente las convenciones del arte contemporáneo.
La noción de archivo no debe recubrir la de documento artístico, que surgió en parte de la idea «documento de arte», aparecida en el siglo XIX. Sin embargo, ¿qué se designa con eso: un elemento de documentación, el interés documental de una obra o una alternativa institucional a las obras debidamente catalogadas? Esta última definición es la más fecunda.
Las dos primeras fases de promoción del documento artístico coincidieron con una expansión del arte fuera de la tradición de las bellas artes, que estaba limitada por su referencia a la antigüedad grecorromana y por un sistema de normas basado en la doctrina de la belleza ideal. La primera fase tiene que ver con la invención de la antropología cultural a finales del siglo XIX, y la segunda, con el surrealismo, que asoció el documento poético al objeto encontrado. En ambos casos, el documento se apartaba de la documentación y la estricta función documental, estaba investido de una ejemplaridad y un carácter de singularidad, adquiría un aura que lo entroncaba con la obra. Pueden mencionarse también, a título de información, los procedimientos de apropiación de inspiración semiológica que han caracterizado el arte neopop, en esencia estadounidense, desde la década de 1980. En este caso, la producción del documento, ya se retome tal cual es, ya se altere por un efecto de montaje, oscila entre la iconofilia mediática y la crítica de la cultura. Sin embargo, no se trata de apropiación en el sentido de un proceso de construcción subjetiva y política.
Esta historia de la promoción del documento artístico, descrita a grandes rasgos, pertenece, en esencia, a una cultura del hecho, orientada hacia la diversión por la influencia de los medios de comunicación de masas. A principios de la década de 1920, Robert Musil había identificado el tipo inducido por esta cultura al designar «el hombre de los hechos» adaptado al capitalismo, pero no había apreciado el alcance de las transformaciones mediáticas de la información. 1 Unos años más tarde, en 1929-1930, se publicaba en París la efímera revista Documents, impulsada por Georges Bataille y Carl Einstein, que hasta hoy sigue siendo la tentativa más compleja de redefinir el documento literario y artístico, en la que se entremezclan la antropología, procedimientos de invención del documento poético y una concepción «heterológica» del saber, asociada al placer subversivo de lo heteróclito. A finales de la década de 1920, la simple yuxtaposición en una misma revista de reproducciones de obras de arte arqueológicas (el primer artículo de Documents versa sobre el arte sumerio) y actuales (Picasso, Miró, Masson, etc.) e imágenes de la prensa escogidas por su carácter insólito, presentaba aún un carácter transgresor. La fusión explosiva de los repertorios de la cultura erudita y la cultura popular se inspiraba, en su forma, en el montaje de las revistas de variedades (el music hall). La «demoralización» (la burla de los valores morales) que emprendió el movimiento dadaísta todavía era de actualidad. El recurrir al divertimiento en sí no era tanto una manera de desviarse de los asuntos políticos y sociales como de subvertir las formas institucionales de una cultura y una información de clase. Esta evaluación «progresista» es discutible. En todo caso, la industria cultural todavía no se había fijado en las instituciones de arte.
Hojeando Documents todavía puede comprobarse que todo documento es documento de cultura, pero su singularidad no resulta tan evidente como un hecho bruto, pues requiere un contexto adaptado para manifestarse. En el mundo del arte se asocia a menudo la singularidad del documento con un efecto sorpresa, un choque visual o el carácter idiosincrático del que se le ha revestido. La singularidad de un documento visual se refiere sobre todo al entorno discursivo en el que se «produce», al ajuste minucioso del contexto en el que se reproduce o expone. Hay que añadir, no obstante, que la precisión de este ajuste no prejuzga en nada el interés del documento en sí, es decir, el valor de las interpretaciones que podrían darse ulteriormente. La duración de un documento artístico, como la de un documento histórico, no es la de la información mediática, aunque la obsolescencia acelerada del arte contemporáneo tiende a enmascarar esta diferencia.
Es aquí donde interviene –o vuelve a intervenir– el criterio de la obra, que la idea del documento tiende a apartar. Todo documento es un documento de cultura. Sin embargo, su contenido en experiencia, que, en general, va parejo con su singularidad y su rareza, lo entronca con la obra, uno de cuyos rasgos distintivos, en el vasto dominio de los artefactos, es la permanencia transcultural, es decir, la multiplicidad de interpretaciones a las que da lugar por parte de públicos heterogéneos, alejados en el tiempo. Cuando está así entroncado con la obra, el documento artístico se separa de la intención que motivó su producción, así como de la función documental que le asignaron sus usuarios.
El actual entusiasmo por el documento urbano, y accesoriamente por la obra de Atget, participa de la inflación y la acumulación de información estetizada, formateada para un consumo más o menos glotón. Lo urbano es una condición desigual, según los niveles de prosperidad (y de integración en un desorden global) de las poblaciones urbanizadas. En el arte contemporáneo, el documento fotográfico está hoy en día subordinado a dos modelos: un modelo teatral del «entorno» basado en juntar elementos, que favorece al máximo las micronarraciones dramatizadas, y una fotogenia de la ciudad difusa. Atget sigue siendo un ejemplo, entre otros, de una práctica del documento que participa de la historicidad y la historiografía de la ciudad como obra colectiva. Como sostenía Henri Lefebvre, esta dimensión histórica de la ciudad es un componente de la condición urbana. Las ciudades son más o menos «históricas». Pero la historia se hace –o deshace– en el presente.
1 Robert Musil: «Der deutsche Mensch als Symptom», en Prosa und Stücke. Hamburgo: Rowohlt, 1978. (Traducción en castellano de José L. Arántegui: «El hombre alemán como síntoma», ensayo inacabado, 1923, en Ensayos y conferencias. Madrid: Visor, 1992.)
© del texto el autor
Reproduzco aquí la breve entrevista -de una sola pregunta- que carece de autoría pero que, casi sin temor a equivocarnos, podemos adjudicar a Jorge Ribalta, y en donde Chevrier desarrolla de forma sustanciosa sobre la dimensión política del documento -siempre en tensión con la historia-, sobre las estrategias de archivo del arte contemporáneo, y sobre la necesidad de entender el documento desde el entorno discursivo en el cual se "produce". Y es que pensar el documento no implica simplemente observar el remanente o vestigio material de un algo que ya ha ocurrido, sino poder adentrarnos a los modos en los cuales se construye la historia. Una constatación que no puede quedarse únicamente en el entendimiento de tales construcciones, sino que debería poder permitirnos construir otra historia, de manera distinta. Restos que pueden permitir abrir la formación de los discursos, y el modo en el cual estos emergen ya convertidos en prácticas sociales.
Pensar el documento requiere por tanto intentar alejarnos lo más posible de cualquier atisbo de verdad inherente que queramos encontrarle, para poder pensarlo estritctamente desde su coyuntura política, eso que le ha permitido -y que le permite todavía- existir, como fuente y como saber, en un momento específico.
Reproduzco aquí la pregunta y respuesta a Jean-François Chevrier tomados de la Agenda del MACBA (la versión en francés puede leerse aquí).
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Entrevista a Jean-François Chevrier
Poéticas del documento
Pregunta: Más que formularte una serie de preguntas, quisiera señalar tres cuestiones que, en mi opinión, son claves en los debates actuales sobre el documento, de modo que puedas articular tu exposición como te parezca más conveniente.
La primera es la condición memorial del documento. Jacques Le Goff estableció de manera clásica la dialéctica entre el documento y el monumento y dijo que la existencia de documentos es la condición previa para que haya historia. El género documental está ligado a la representación de las clases populares como medio para integrar lo subalterno en la historia dominante. ¿Qué piensas de esta conexión? ¿Estás de acuerdo? ¿Hasta qué punto crees que esta tradición del documental como género constituido para construir la memoria de las clases populares es una condición política específica y determinante para el documento fotográfico?
La segunda es el vínculo entre documento y archivo. El género documental en fotografía es un terreno en el que se da una tensión radical entre el archivo y la exposición como espacios discursivos antagónicos. Tu te has ocupado de nociones como tableau fotográfico o montaje, es decir de las condiciones de la fotografía en el espacio de la exposición, pero no tanto del carácter archivístico del documento fotográfico. ¿Qué importancia das al archivo como espacio discursivo para la fotografía?
Y la tercera y última es la conexión entre el documento y la representación de la ciudad. Parece que hay una fuerte proximidad histórica entre el documento fotográfico y los problemas de la ciudad. Por ejemplo, tenemos las campañas fotográficas históricas para documentar el patrimonio y las reformas urbanas desde el siglo XIX. También en el siglo XX, las nociones de lo documental parecen estar muy determinadas por la figura fundadora de Atget. ¿Estás de acuerdo con la relevancia que se da a Atget en la definición del estilo documental propio del siglo XX? ¿Qué lectura puede hacerse de la conexión que hay entre el documento y la representación de la ciudad?
Jean-François Chevrier: ¿Qué es un documento? La primera respuesta es: todo, cualquier cosa. Toda imagen o, de manera más general, todo artefacto puede convertirse en documento según como se mire. El arte no es una excepción. Una obra de arte puede considerarse documento de cultura, incluso síntoma. El valor documental de una imagen depende del uso que se hace de ella, de la interpretación que se le da después, más que de la intención que motivó la toma de esa imagen. En el ámbito de las ciencias humanas, en particular para los historiadores, domina la idea de archivo, de la que se han apoderado algunos artistas de tendencia conceptual. El archivo es un parámetro artístico reciente. Puede otorgársele un valor instrumental en los conflictos de interpretación que constituyen una cultura viva. Si este valor no se considera un material bruto o una simple metáfora de la memoria, el archivo puede contribuir a restaurar un pasado olvidado o, de modo más dinámico –o más polémico–, a desarrollar un proceso de apropiación en la construcción de una identidad individual o colectiva. Es aquí donde opera la noción de cultura subalterna, inspirada en Gramsci. Sin embargo, la idea de «integración histórica» siempre me ha estremecido. No se puede desear, a mi entender, que a uno lo integren en una historia de la que lo han excluido. No se puede sino procurar transformar esa historia, hacerla y contarla de otra manera. De ahí la importancia del anacronismo libertario en el arte. Al mismo tiempo, no puede tratarse de asignar al arte una función anarquista. Sería el colmo, y, sobre todo, una manera de suscribir la ideología liberal-libertaria que define ampliamente las convenciones del arte contemporáneo.
La noción de archivo no debe recubrir la de documento artístico, que surgió en parte de la idea «documento de arte», aparecida en el siglo XIX. Sin embargo, ¿qué se designa con eso: un elemento de documentación, el interés documental de una obra o una alternativa institucional a las obras debidamente catalogadas? Esta última definición es la más fecunda.
Las dos primeras fases de promoción del documento artístico coincidieron con una expansión del arte fuera de la tradición de las bellas artes, que estaba limitada por su referencia a la antigüedad grecorromana y por un sistema de normas basado en la doctrina de la belleza ideal. La primera fase tiene que ver con la invención de la antropología cultural a finales del siglo XIX, y la segunda, con el surrealismo, que asoció el documento poético al objeto encontrado. En ambos casos, el documento se apartaba de la documentación y la estricta función documental, estaba investido de una ejemplaridad y un carácter de singularidad, adquiría un aura que lo entroncaba con la obra. Pueden mencionarse también, a título de información, los procedimientos de apropiación de inspiración semiológica que han caracterizado el arte neopop, en esencia estadounidense, desde la década de 1980. En este caso, la producción del documento, ya se retome tal cual es, ya se altere por un efecto de montaje, oscila entre la iconofilia mediática y la crítica de la cultura. Sin embargo, no se trata de apropiación en el sentido de un proceso de construcción subjetiva y política.
Esta historia de la promoción del documento artístico, descrita a grandes rasgos, pertenece, en esencia, a una cultura del hecho, orientada hacia la diversión por la influencia de los medios de comunicación de masas. A principios de la década de 1920, Robert Musil había identificado el tipo inducido por esta cultura al designar «el hombre de los hechos» adaptado al capitalismo, pero no había apreciado el alcance de las transformaciones mediáticas de la información. 1 Unos años más tarde, en 1929-1930, se publicaba en París la efímera revista Documents, impulsada por Georges Bataille y Carl Einstein, que hasta hoy sigue siendo la tentativa más compleja de redefinir el documento literario y artístico, en la que se entremezclan la antropología, procedimientos de invención del documento poético y una concepción «heterológica» del saber, asociada al placer subversivo de lo heteróclito. A finales de la década de 1920, la simple yuxtaposición en una misma revista de reproducciones de obras de arte arqueológicas (el primer artículo de Documents versa sobre el arte sumerio) y actuales (Picasso, Miró, Masson, etc.) e imágenes de la prensa escogidas por su carácter insólito, presentaba aún un carácter transgresor. La fusión explosiva de los repertorios de la cultura erudita y la cultura popular se inspiraba, en su forma, en el montaje de las revistas de variedades (el music hall). La «demoralización» (la burla de los valores morales) que emprendió el movimiento dadaísta todavía era de actualidad. El recurrir al divertimiento en sí no era tanto una manera de desviarse de los asuntos políticos y sociales como de subvertir las formas institucionales de una cultura y una información de clase. Esta evaluación «progresista» es discutible. En todo caso, la industria cultural todavía no se había fijado en las instituciones de arte.
Hojeando Documents todavía puede comprobarse que todo documento es documento de cultura, pero su singularidad no resulta tan evidente como un hecho bruto, pues requiere un contexto adaptado para manifestarse. En el mundo del arte se asocia a menudo la singularidad del documento con un efecto sorpresa, un choque visual o el carácter idiosincrático del que se le ha revestido. La singularidad de un documento visual se refiere sobre todo al entorno discursivo en el que se «produce», al ajuste minucioso del contexto en el que se reproduce o expone. Hay que añadir, no obstante, que la precisión de este ajuste no prejuzga en nada el interés del documento en sí, es decir, el valor de las interpretaciones que podrían darse ulteriormente. La duración de un documento artístico, como la de un documento histórico, no es la de la información mediática, aunque la obsolescencia acelerada del arte contemporáneo tiende a enmascarar esta diferencia.
Es aquí donde interviene –o vuelve a intervenir– el criterio de la obra, que la idea del documento tiende a apartar. Todo documento es un documento de cultura. Sin embargo, su contenido en experiencia, que, en general, va parejo con su singularidad y su rareza, lo entronca con la obra, uno de cuyos rasgos distintivos, en el vasto dominio de los artefactos, es la permanencia transcultural, es decir, la multiplicidad de interpretaciones a las que da lugar por parte de públicos heterogéneos, alejados en el tiempo. Cuando está así entroncado con la obra, el documento artístico se separa de la intención que motivó su producción, así como de la función documental que le asignaron sus usuarios.
El actual entusiasmo por el documento urbano, y accesoriamente por la obra de Atget, participa de la inflación y la acumulación de información estetizada, formateada para un consumo más o menos glotón. Lo urbano es una condición desigual, según los niveles de prosperidad (y de integración en un desorden global) de las poblaciones urbanizadas. En el arte contemporáneo, el documento fotográfico está hoy en día subordinado a dos modelos: un modelo teatral del «entorno» basado en juntar elementos, que favorece al máximo las micronarraciones dramatizadas, y una fotogenia de la ciudad difusa. Atget sigue siendo un ejemplo, entre otros, de una práctica del documento que participa de la historicidad y la historiografía de la ciudad como obra colectiva. Como sostenía Henri Lefebvre, esta dimensión histórica de la ciudad es un componente de la condición urbana. Las ciudades son más o menos «históricas». Pero la historia se hace –o deshace– en el presente.
1 Robert Musil: «Der deutsche Mensch als Symptom», en Prosa und Stücke. Hamburgo: Rowohlt, 1978. (Traducción en castellano de José L. Arántegui: «El hombre alemán como síntoma», ensayo inacabado, 1923, en Ensayos y conferencias. Madrid: Visor, 1992.)
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