Exposición antológica por el décimo aniversario del Colectivo Etcétera, en el Centro Cultural Recoleta, Sala 6, del 5 al 29 de julio de 2007
En el tránsito del viejo al nuevo siglo, el grito comenzó a resonar articuladamente en muchos lugares con modos, palabras y rostros diversos. Una de sus caras (con más propiedad deberíamos decir sus máscaras) fue la risa herética carnavalesca. En 1997 comenzó un suave temblor de tierras que dio lugar al inolvidable carnaval de 1998 que, llámese “contra el capital” en Londres o “de los oprimidos” en Nigeria, puso inquietantemente el mundo, por un momento, cabeza abajo. También entre 1997 y 1998, me cuentan, una generación argentina surge del asco frente al menemismo para transformar el duelo en una beligerante alegría de estar vivos. Fue después, con la popularización del escrache y su eco fuera de Argentina, que comenzamos a escuchar algunos nombres que poco a poco fueron referentes y hoy tengo la suerte de poder contar entre mis amigos y hermanos. No fue poca mi sorpresa cuando comprobé que las máscaras de Etcétera eran sustancialmente las mismas que después de aquel carnaval global habíamos llevado de Seattle a Québec, Praga o Barcelona. Máscaras amenazadoras para el político, el economista o el genocida; incómodas asimismo para algunos de los nuestros, porque el carnaval o la alegría rebelde fueron también una manera de decir “¡basta!” incluso a ciertas formas de nuestra propia historia.
“Poner el cuerpo a hacer política”, coincidíamos en decir entonces en varios idiomas, a veces sin que en unos lugares se supiera que eso ocurría en otros. 2001, 2002: años en que todo se acelera y nos sucede muy deprisa. El cuerpo puesto en la calle acabó por ser golpeado en todas partes con el mismo lenguaje (aunque con muy diferente precio: la comparación, pongamos por caso, entre Génova, el trauma particular europeo, y la represión post 19 y 20, demuestra no obstante que la vida, duele recordarlo, vale distinto en distintas partes del mundo), y los cascotes del 11-S acabaron por caer sobre todas nuestras cabezas. Etcétera decidió transmutarse en la Internacional Errorista, que señala cómo el “(t)error” es el instrumento que ahora se aplica por doquier, sostenido de diferentes maneras, para reconducir la crisis de gobernabilidad que despuntó en el tránsito entre siglos: para instaurar la “normalización” de una multitud a(t)erradoramente ambivalente. Igual te tumban gobiernos o arrasan suburbios que aúpan a la derecha: con la gente, hoy día, nunca se sabe. Un impasse, decía. Más que ¿qué hacer?, nuestra pregunta epocal podría bien ser esta otra algo más modesta: ¿dónde está el error?
[fotografía de la exposición de Verónica Iglesia]
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