Yve-A. Bois: «La crítica precisa más discusión y menos poesía»
Anna María Guasch
Yve-Alain Bois, historiador del Arte, profesor del Institute for Advanced Study de Princeton y reconocido crítico es junto con Benjamin Buchloh, Rosalind Krauss y Hal Foster uno de los coautores del influyente estudio Art Since 1900, un ataque al tipo de Historia y de crítica practicada desde un determinado concepto de modernidad unida al formalismo y al canon esencialista. Bois, que pasó por nuestro país para imapartir un seminario organizado por el CENDEAC, plantea diferentes narrativas y modos de aproximación al arte del siglo XX, partiendo de un mismo sustrato de fondo: el problema del «arte no-composicional».
¿Por qué ha querido sintetizar toda la compleja problemática que envuelve a la pintura a lo largo del siglo XX a partir de la «no composición» y qué lectura «no formalista», si la tiene, deriva de ella?
Ante todo querría aclarar un equívoco que se suele cernir sobre mi persona y que en ocasiones hace que mi lectura de la Historia de Arte se confunda con el formalismo de Greenberg. Mi «formalismo» procede más bien del formalismo ruso, de la semiología de Barthes e, incluso, de la estrategia brechtiana. Me interesa apuntar la transformación que se produce desde una concepción morfológica del formalismo (iniciada por Roger Fry y seguida por Greengerg en el período de postguerra) hasta una más estructuralista, para de ahí pasar a la posestructuralista. Ello justificaría mi interés por lo no-composicional que entiendo como problema histórico, como algo recurrente a lo largo del siglo XX, que nos lleva a encontrar «disimilitudes» y cambios de contextos ante obras y objetos formalmente muy similares como, por ejemplo, las pinturas de Piet Mondrian y las de Ellworth Kelly. Hay que superar la fase del «puro diseño», el heurístico poder de los análisis formalistas, y, con la ayuda del estructuralismo, proceder a la búsqueda de los «significados», que se pueden descubrir detrás de las neutras abstracciones del arte del siglo XX.
Podría insistirnos en su manera de entender el formalismo como un formalismo «no morfológico» o, en otras palabras, «expandido», «ideológico».
Puede parecer todo algo paradójico, pero, empezando por Saussure, es fácil entender cómo, por ejemplo, Brecht fue un formalista, aunque siempre dispuesto a demostrar que el lenguaje no era un vehículo neutral, sino que tenía una materialidad que además estaba cargada de significaciones. Y aquí es donde se sitúa mi aportación, sin olvidar tampoco las lecturas del Barthes de Mitologías (1957), en las que nos ofrece nuevas herramientas para el tipo de análisis ideológico propuesto por Brecht. De ahí mi interés por artistas como Ad Reindhart, Edward Ruscha, Barnett Newman, Ellsworth Kelly y Donald Judd -Matisse, Picasso y en general la semiología del cubismo son mis temas preferidos para las primeras vanguardias del siglo XX- y cómo lo que ven los ojos no es siempre lo que percibe la memoria y lo que las obras significan a un nivel histórico.
Esta claro que a usted le interesa insistir en una determinada metodología de trabajo que pueda aplicarse casi de un modo universal.
Más que de cuestiones metodológicas, yo hablaría de aspectos epistemológicos que tanto servirían para estudiar la historia de la pintura de la segunda mitad del siglo XX como para analizar y comprender desde las terracotas chinas hasta los murales románicos del siglo XII. En este sentido, la hipótesis de Claude Lévy-Strauss me sigue pareciendo muy válida: ¿qué tienen en común obras formalmente tan similares pero conceptualmente tan distintas como las máscaras de la antigua China, las de la costa noroeste de la India o de los maoríes? Pues el concepto de «persona» en el uso del cuerpo humano como primer soporte para toda inscripción artística. Creo pues en la existencia de algunos factores fundamentales que puedan unificar estas constantes. Y estos factores no tendrían tanto que ver con la naturaleza humana, sino con la construcción social. Si queremos comparar sistemas sólo podemos hacerlo desde un nivel fundamental, desde una construcción social.
¿Significa eso que sigue usted pensando en clave «estructuralista», cuando buena parte de la teoría contemporánea, incluso la practicada por sus colegas de la revista «October», como Hal Foster y Rosalind Krauss, hace ya tiempo se acogieron a la posestructuralista?
Dejéme decirle que el posestructuralismo es una invención del pensamiento anglosajón y que sólo uso la palabra posmodernismo entre comillas. También le diré que siempre he pensado, y eso se lo debo a Barthes, que no hay que abusar de la teoría para el estudio de la obra de arte. Los conceptos deben ser extraídos del «objeto» en función de sus exigencias específicas. La principal acción «teórica» consiste en definir el objeto, no lo que le rodea. Y para hacerlo, uno lo tiene que conocerlo íntimamente, es decir, conocer su materialidad. Sigo creyendo que, en un mundo donde ya no tienen sentido las metanarrativas, ni los criterios axiológicos de valor, el estructuralismo ?o la necesidad de encontrar principios estructurales que organicen el texto o la obra? es la única vía de acceder a estructuras más profundas, entre ellas, las de carácter social, y no siento ninguna vergüenza en afirmarlo.
Por lo que comenta, intuyo que no sólo cuestiona el uso y abuso de la teoría posestructuralista, sino que en su particular narrativa apenas existe diferencia entre modernidad y posmodernidad.
Exacto. Para mí, todo intento de establecer una diferencia entre lo moderno y lo posmoderno resulta una ficción. ¿Usted cree que James Joyce o Godard se pueden considerar posmodernos, como sostiene Frederic Jameson? ¿Es el pastiche y la cita una característica específica de la llamada «posmodernidad»? ¿Se puede vislumbrar alguna diferencia estructural entre Beckett y Sherman? No lo creo. Pienso que hubo una auténtica fantasía en el mundo del pensamiento en los años setenta, y que ni Barthes, ni Lacan, ni Foucault, ni el propio Derrida se reconocieron como posestructuralistas, aunque algunos de ellos empezaron a deconstruir algunas de las lógicas de la modernidad, entre otras, los sistemas «binarios». Yo me situaría, pues, en esta línea de pensamiento, una línea que comparte poco con el concepto de modernidad de Greenberg con el que algunos equivocadamente me asocian, y sí, en cambio, con el desmantelamiento de la concepción burguesa de subjetividad que podemos encontrar en el pensamiento de Barthes y, sobre todo, de Foucault. ¿Entonces cree que vivimos todavía en un mundo moderno? ¿Qué piensa de la globalización? Pienso que referirnos a un mundo dominado por la globalización tiene más sentido que hacerlo de un mundo posmoderno. El concepto de modernidad garantiza la autorreflexividad que requiere todo proceso intelectual, pero sin duda, lo que ha cambiado de un modo más espectacular (y ahí quizás una de las causas serían los procesos de la economía global) son las condiciones de recepción de la obra de arte, el extraordinario proceso de aceleración en su recepción.
Esta claro que usted es un «moderno» recalcitrante, y, a la vez, autorreflexivo, pero ¿con cuál de los conceptos «modernos» mantendría claras discrepancias?
Siempre he disentido de la idea de «esencia» vinculada a la pintura, algo que para el formalismo ortodoxo de la modernidad era casi una doxa. Creo que el trabajo del historiador del Arte tiene que consistir en «deconstruir» toda clase de ilusión o todo aquello vinculado a la fijeza ontológica de conceptos. Lo importante de la pintura no es su esencia, sino su problemática, los problemas históricos vinculados a ella. De ahí mi total desvinculación de Greenberg, cuyo pensamiento siempre he considerado muy limitado, demasiado reduccionista, muy localista y un fácil objetivo para los teóricos de la llamada posmodernidad. La crítica necesita menos inspiración y más seria discusión.
Pasando ahora al terreno de la crítica que, por cierto, usted practica asiduamente en «Artforum», me gustaría saber su opinión de lo que se entiende por «mundo del arte», ya sabe: documentas, bienales, ferias?
Si le he de ser sincero, asisto poco a estos acontecimientos del llamado «mundo del arte». Y una de las razones es que me deprimo mucho cuando lo hago. A veces veo cosas muy malas, y no me siento muy feliz. De hecho, no me gustan muchas cosas en el arte contemporáneo. ¡Quizás sea mi propia limitación! Casi siempre pienso que lo que estoy viendo ya lo había visto antes. Y cuando descubro algo que en realidad me sorprende es cuando apenas encuentro similitud con el pasado, o, cuando hay referencias, y éstas afloran de una manera inteligente. Entonces me siento muy feliz.
¿Cómo manifiesta su felicidad?
En primer lugar, intento conocer más del artista, busco documentación y eventualmente contacto con él; la mayoría de las veces acabo escribiendo sobre él. ¿Que si busco el efecto shock? No necesariamente necesito un choque violento. Más bien espero que la obra me sorprenda, incluso, que me seduzca, siempre más allá de las habilidades técnicas?
¿Podría ponernos un ejemplo de artista que cumpla esos requisitos?
Pues en la última bienal de Whitney me impresionó la obra de Pierre Huygue, y no por su pericia técnica, que cualquiera puede hacer en Hollywood, sino por su magia, su dimensión metafórica, casi romántica. Le voy a dar otro ejemplo: no hace mucho visité en Baltimore una exposición que mostraba arte en diapositivas, con obras muy conocidas de James Coleman o Robert Smithson. Pero a mí me impresionó especialmente, sobre todo por su simplicidad de medios y su efecto distorsionador, una proyección sobre el blanco de la pared, en la que un foco o zoom automático no proyectaba nada: blanco sobre blanco. Luego supe que el artista en cuestión era de origen paquistaní, Ceal Floyer se llamaba, que vivía y trabajaba entre Londres y Berlín. Llamé a la galería Lisson que lo representa y me encontré con él en Berlín. Allí seguimos hablando sobre su trabajo. Le voy a dar un nuevo ejemplo. Algunas de las obras más interesantes que descubrí en la última Bienal de Whitney fueron las pinturas de Toy Brauntuch, pero lo más sorprendente es que, al hablar con mi colega Benjamin Buchloh sobre lo que más nos había interesado de la bienal, llegamos, a través de referencias metodológicas e ideológicas tan distintas, a las mismas conclusiones: aparte de Huygue, nos habían interesado los mismos artistas, Brauntuch y el cineasta Kenneth Anger.
Y como crítico de arte, ¿cómo nos resumiría su actividad?
Yo escribo siempre en función de lo que veo, no de lo que está en los catálogos o en los libros. Y trato de revivir mis propias experiencias ante la obra. Para mí fue especialmente reveladora la exposición de Cy Tombly en la Gagosian de Chelsea este invierno pasado. Quedé totalmente sorprendido; no esperaba ver aquellas obras, enormes. Y esta experiencia fue la que intenté poner en palabras en mi artículo. Algo parecido me sucedió con la gran retrospectiva de Rauschenberg que este mismo invierno presentó el Metropolitan de Nueva York. Cuando por primera vez vi la exposición pensé que era excesiva, que había demasiadas obras y que hubieran podido reducirse a la mitad. Pero cuando la visité por segunda vez pensé en la evolución de Rauschenberg, y vi claramente diferenciados dos períodos en su trabajo: una primera etapa extraordinaria de combines hasta 1956-59, y una segunda, a partir de 1959, con obras sin apenas energía en las que no existía un fondo neutro o un campo de proyección sobre el que proyectar las imágenes, como sí ocurría en el collage tradicional. Tras este momento de desagrado, intenté explicar las razones históricas de este cambio para luego indagar más sobre aspectos fenomenológicos.
En su trabajo como crítico, ¿qué lugar ocupa la crítica negativa?
Pienso que es gastar mucha energía escribir sobre lo que no me gusta o escribir negativamente, pero está claro que algunas veces hay que tomar posición, y no solamente ante obras en particular, sino con relación a proyectos institucionales. En el primer caso, cuando Artforum me encargó hacer un artículo sobre la retrospectiva de Sol LeWitt en el MOCA de Los Ángeles me sentí ante un gran dilema y no tuve ningún reparo en afirmar que muchas de las obras de su segundo período me parecían decorativas, casi concebidas para grandes corporaciones con escasas relaciones con el mundo del arte. En relación al MoMA, fui bastante más agresivo. De hecho, creo que el nuevo MoMA puede considerarse una traición a la tradición. El MoMA sólo está interesado en el poder del dinero, en atraer a las masas en detrimento de todo lo que signifique investigación. Todo está muy alejado de los tiempos en los que William Rubin concebía las directrices del MoMA y de los tiempos en los que el departamento más importante era del de Pintura y Escultura. Ahora el MoMA se ha convertido en un espacio corporativo y su poder está en el dinero.
El CENDEAC le trajo hace unos meses a España. ¿Qué contactos tiene con el arte español?
La verdad es que conozco poco de arte español, así como de arte latinoamericano. He visto cosas del Equipo Crónica, de Saura, de Tàpies, pero desafortunadamente conozco poco de las más recientes generaciones. Es mi gran asignatura pendiente.
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