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LA MUERTE NIÑA
Gustavo Buntinx

Otra convención icónica, sin embargo, concentra su mirada sobre la presencia última del cuerpo, aún tierno pero ya exánime. Como si la muerte fuera un esplendor postrero para esas existencias truncas, es su huella la que hasta mediados del siglo XX perenniza este particular género de imágenes. En muchos casos, sin duda, como sucedáneo póstumo ante la ausencia de efigies previas. Pero asimismo como testimonio de una fascinación dolida que embellece la carne inerte con flores y con flecos, cuando no con poses de amor o de vida. El cadáver engalanado como compensación fetichista de una pérdida cuya evidencia irrefutable, sin embargo, resulta la pintura o la fotografía que la niega.
Es sin duda en esta última que con mayor intensidad se precipita esa ambivalencia. La imagen fotográfica no representa sino captura la emanación lumínica de una presencia. De allí sus asociaciones poéticas con lo fugaz y lo fantasmático. Particularmente al describir el tránsito humano: el propio Benjamin reconocía una vibración terminal del aura en los rostros que aún se insinúan desde el reflejo apagado de los daguerrotipos, “y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable”.
Tales palabras adquieren una densidad nueva ante el hallazgo y reelaboración de las fotografías centenarias ubicadas en los parvularios del antiguo cementerio limeño Presbítero Maestro, sobre todo en aquel denominado Santos Inocentes. Al registrar y reimprimir esas tomas en todo el esplendor de su deterioro, Daniel Contreras y Sophia Durand logran una compleja operación tanto histórica como artística. Filosófica incluso: hay también un comentario soterrado sobre la condición humana en la atención primorosamente otorgada al desvanecimiento dramático de estas imágenes, a sus craqueladuras y grietas. Y a las texturas mórbidas de la emulsión, descompuesta hasta el punto de ahogar con sus vahos la semblanza infantil.
Lo que así se pone en escena es precisamente la segunda muerte de esos cuerpos interrumpidos: la desintegración de sus irradiaciones finales, atrapadas por una química demasiado precaria para la contaminación moderna y la intemperie. El resultado es sobrecogedor y desconcertante. La belleza oscura del barroco descarnado que se insinúa tras la abstracción matérica de estos despojos de vida cuyo fantasma se deshace ante nuestros ojos.
Pero la corrosión de estos apagados golpes de luz es además social. La de una república criolla sin desarrollo sostenible. Esa sociedad europeizante y blanca que este cementerio monumentaliza tanto en su apogeo decimonónico como en su posterior abandono y saqueo. Y en su rescate último como museo / mausoleo. De allí también la potencia alegórica inscrita en los registros de Contreras y Durand. La productividad simbólica del cadáver.
(FIN)
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