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Entrevista con Ticio Escobar
Vivimos en un tiempo asustado
Ciertas tendencias esencialistas dentro de la teoría de la cultura analizan el arte latinoamericano como un fenómeno homogéneo. ¿Qué piensa de esto?
No creo que pueda hablarse de una cultura latinoamericana homogénea. Pienso que uno de los riesgos del pensamiento latinoamericano ha sido sustantivar la latinoamericanidad, convertirla en una esencia un poco anterior a la historia misma, que se ha prestado a muchos idealismos y a una concepción un poco cliché de lo latinoamericano, que ha traducido sus diferencias en pos de una idea, una historia común, un territorio, un proyecto más o menos homogéneo, etcétera.
Ahora, sí me parece importante mantener la idea de un arte latinoamericano como un sentido estratégico, quizás basado en detectar una serie de cuestiones y problemas comunes, y trabajar a través de eso.
¿Qué cuestión hay en común? ¿Qué posibilidad de estrategias comunes puede existir en un momento determinado, cosa que no va tanto a un contenido, a una sustancia o a esencias, como a un problema? Y, ¿qué problemáticas articulables tiene América Latina? ¿Qué entrejuego común puede existir como para que a través del mismo puedan esbozarse estrategias comunes? O sea, a mí me parece que lo latinoamericano puede ser concebido como un escenario en el cual confluye o se representa un orden de problemas, o si se quiere, como un recorte estratégico de una serie de cuestiones.
En última instancia, el lenguaje, arbitrario como es, permite creaciones; y si nosotros nos ponemos de acuerdo en que cuando hablamos de lo latinoamericano estamos hablando de una serie de aspectos y recursos en común, y de una serie de posibilidades de ponernos de acuerdo en cómo manejar y afrontar determinadas prácticas y utilizar determinadas tácticas de producción, de sobrevivencia incluso, de construcción de utopías más o menos cercanas, y de circuitos colectivos que nos sirvan para potenciar nuestras prácticas de cara a ciertas manipulaciones centrales, o a cierto descontrol del mercado, etcétera, entonces me parece absolutamente válido.
Aracy Amaral, la gran crítica brasilera, se opone a la utilización del término arte latinoamericano, porque dice que atañe a una serie de mitos de una identidad esencializada, idealizada, y que de hecho no ha logrado demasiado frutos. Yo estoy de acuerdo con ella en que no tendría que usarse de manera esencialista, pero se recalca ese sentido estratégico, a mí me parece válido en cuanto se aclare que se está designando una pluralidad. Diferencias que en algún momento se interceptan y se entrecruzan y conforman un ámbito de cuestiones comunes. Entonces me parece válido y me parece útil seguir usando el término.
¿Qué relación existe entre los llamados centros culturales y las nombradas periferias, un asunto real pero empobrecido por algunas teorizaciones con enfoques esquemáticos?
Hay siempre un forcejeo entre culturas. Así como no creo en el arte latinoamericano, tampoco creo mucho en las artes nacionales porque (sobre todo en nuestro país, Paraguay, no sé exactamente en Cuba, que tiene otra realidad) apañan en su interior conflictos que tienen que ver con otras otredades dentro de una nueva realidad de un nuevo exótico latinoamericano; como una especie de Frankiestein ante ojos rayban y plumas en la cabeza. Fascina también al imaginario europeo, que está buscando siempre el exotismo más radical de los otros.
Hay otro juego al cual nos prestamos y jugamos, a partir de seducciones y de simulacros: tiene que ver con un tomar la imagen como con un dar imagen; así reencubre una serie de mecanismos de mutuas seducciones y mutuas simulaciones. Entonces hay que ver qué se gana y qué se pierde con cada uno de esos lances. Pero tampoco nosotros somos los inocentes que estamos violados por la otra cultura. ¡No! Incluso nosotros, pícaramente, jugamos con una serie de seducciones y de miradas, y con toda una serie de coqueteos en torno a la imagen que proyectamos y que el otro necesita.
Asimismo, subyacen rejuegos entre un arte hegemónico, superhegemónico, y culturas populares, culturas indígenas y formas de culturas más mediáticas, e incluso culturas ilustradas que casi pudieran decir que pertenecen más al circuito de la hegemonía y la dominación que a un circuito de un arte propio de ese país (en el supuesto caso que fuera acotable “el arte de ese país”, así, en términos muy tajantes). De modo que el juego entre la metrópoli y los países periféricos, o las submetrópolis en algunos casos, es de relaciones complejas, deconstructivas, pero no creo que puedan ser manejadas en forma unilateral.
Pienso que el arte actual es más una serie de transacciones, negociaciones y escarceos en torno al sentido, que un juego de luchas por el poder simbólico. Quizás la lucha por el poder simbólico asuma en muchos de estos casos un juego de muñequeo, de lances y de batallas menores. En medio de todo ese juego de lances de ida y vuelta, bastante confusos, se abren posibilidades concretas que tienen que ver con el espacio que pueden encontrar las otras culturas o los otros creadores, los creadores concretos; o sea, que para esos creadores muchas veces sus propios contextos culturales también están constriñendo o siendo adversos a su posición de artistas, y es que hay posiciones que están jugando en este caso. Por ejemplo, en Latinoamérica yo creo que Sao Paulo y Buenos Aires actúan como submetrópolis regionales para ciudades pequeñas dentro del Mercosur, como Asunción y Montevideo, que dependen de las submetrópolis y que, a su vez, Asunción, para el interior del país, actúa como submetrópoli de otras comunidades rurales, o de grupos indígenas en los cuales las sucesivas cadenas de hegemonías y de juegos hegemónicos y periféricos se van dando también hacia el interior del propio país; y quizás se vuelve a repetir una serie de desdoblamientos y de eslabones. Pero eso viene dando una vuelta, no solamente unilateral, sino que también hay refracciones y hay cruces, necesidades. Muchas veces la dialéctica del hazme mezclado supone un juego de miradas y una lucha de reconocimientos por los cuales el otro también se constituye desde la mirada que intenta cosificarlo. Entonces habría que ver cómo se aseguran espacios a partir de los cuales ese arte propio pueda jugar con esas intersecciones para provecho o para mejor expresarse.
A usted le escuché decir una vez que la cultura era ingrata porque necesitaba profanar sus mitos para renovarse. ¿Cómo evaluar la transformación que ha tenido, en esta tardomodernidad, la representación?
Por una parte está el hecho de que la cultura sí es ingrata, en cierto sentido, porque, por definición, es bifronte, tanto conserva como recusa. La cultura siempre es conservadora y es transformadora, si no, no podría actuar como transmisora de historia, memorias, procesos, si no estaría conservando e incluso custodiando determinadas formas de tradición. Por otra parte, es ingrata, porque se vuelve contra sus propias producciones y las devora o las sacrifica. Continuamente está exigiendo un proceso de renovaciones. Si entendemos que en cierto sentido la cultura es como un cuerpo de respuestas simbólicas que tienen los grupos ante historias determinadas, es evidente que a medida que pasan esas historias, esas respuestas tienen que ser renovadas.
Pero tampoco tenemos que creer en una cuestión tan funcionalista. La cultura también va conservando algunas cuestiones aunque sean disfuncionales socialmente y vayan incomodando al cuerpo social, y son como muchos nudos duros o fibras que a lo mejor necesitan ser recortadas en otros escenarios, y eso lleva a varios juegos dentro de la propia cultura, en los cuales no hay simplemente una respuesta muy lógica a los condicionamientos, sino que hay una serie de reacomodos simbólicos que tiene muchos tiempos.
En cada cultura sobreviven los tiempos del rito, tiempo de la memoria, tiempo del mito y tiempo de lo imaginario, que están como enredándose continuamente, pero siempre hay un tiempo del sacrificio. La cultura necesariamente sacrifica el mito, sacrifica ideas, sacrifica conceptos, sacrifica personas continuamente.
(continuará ...)
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