Tal vez sea uno de los títulos más citados de la literatura norteamericana reciente: De qué hablamos cuando hablamos de amor. Raymond Carver encerró a cuatro tipos en la cocina y allí los dejó, bebiendo ginebra y charlando de amor. Bueno, de lo que cada uno de ellos entendía por eso que llamamos amor. Terri habló del hombre con el que había vivido y que, parece, la quería tanto que había intentado matarla. Mel, su actual compañero, no tenía dudas al respecto: "No me interesa ese tipo de amor. Si para ti eso es amor, allá tú".
La escena me ha venido a la memoria estos días, cuando, a propósito de la pomposa cúpula de Ginebra pintada por Miquel Barceló, se está diciendo de todo. Bueno, casi de todo. Porque de lo que más se está hablando es de la millonada que ha costado y, sobre todo, de esos miles de euros desviados, por lo que parece, de mejores objetivos. La conversación ginebrina de Carver acaso permita mirar la polémica desde otro sitio. Se ha hablado de la grandeza de la obra por sus 1.400 metros cuadrados. Y se ha calificado de titánico el procedimiento chorreado del pintor, que estaría combatiendo como un nuevo Ícaro contra la fuerza de la gravedad. Y se ha equiparado su trabajo con las cúpulas de Miguel Ángel o de Chagall.
Pero, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de arte? En todas las épocas de la historia encontramos ejemplos de eso que, durante el siglo XIX, se denominaba arte pompier y que ha pasado a ser el emblema de un arte resultón, grandilocuente, complacido y complaciente. Un arte que, sin embargo, la historia ha relegado como insignificante a pesar de su efímero brillo. ¿Quién se acuerda hoy de aquellos celebrados pintores que obtuvieron, durante todo el siglo XIX, los méritos y elogios de los salones oficiales de París, mientras artistas de la estirpe de Courbet, Manet o Cézanne pasaban, entonces, casi desapercibidos? Algo así, me temo, sucede con Barceló. A nadie que sepa de qué va el arte de nuestro tiempo le puede pasar por alto que el suyo es un arte irrelevante. Gigantescamente irrelevante, si se quiere, pero irrelevante al cabo. Tanto como el de muchos de aquellos otros artistas que un extraño mercado ha erigido como los más cotizados entre los vivos, un ranking que encabeza el ínclito Damien Hirst. Es cierto que todos ellos dan que hablar. Pero lo que dan a ver, por el contrario, es más bien poco. Pues poco tienen que ver con el conocimiento. Su territorio es el de lo ornamental, la categoría central, en el mundo del arte, para la cultura del entretenimiento. No nos engañemos. El arte nos enseña a ver, a mirar de otro modo. A veces incluso nos llena los ojos de cristales rotos y así, además, duele. No complace, ni nos deja tranquilos. Nos inquieta. Lo demás tiene más bien que ver con los fuegos artificiales. Una actividad dignísima. Pero cuando hablamos de arte, no estamos hablando de eso. Ni hartos de ginebra.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario