Hace unas semanas Esfera Pública colgó el siguiente texto de Victor Albarracín, miembro de el espacio bogotano El Bodegón y colaborador hasta hace poco de la revista cultural colombiana Arcadia. Precisamente el texto adjunto es el que provocó el cese de su relación como columnista invitado pues la revista prescindió de sus colaboraciones imaginamos que en desacuerdo con lo escrito. Más allá del asunto de la censura y de lo funesto de acabar de esta manera con las discrepancias me pregunto si hoy en día existe la posibilidad de una crítica y/o análisis en esa sintonía, ojalá que con más profundidad, sobre similares asuntos en la escena artística local. ¿Alguien se manda?
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Hoy me enteré por terceros de que ya no hago parte del staff de columnistas de Arcadia, la revista cultural de publicaciones Semana. Pero no es ese el problema aquí, si es que hubiera algún problema, pues no me cabe duda de que la Dirección de la revista está en su legítimo derecho de incluir o excluir textos y autores según su criterio. Lo que en cierta medida me molesta es que no se me hubiera informado que la columna mensual "La paja en el ojo" había sido retirada de la revista y, por otro lado, la inquietud de saber por qué fue ante este preciso artículo (anexo) que los editores tomaron la decisión, pues allí no se planteaban opiniones particularmente lúcidas ni definitivamente peores a las expresadas en otras entregas. De hecho, el texto mantenía el tono y características de sus predecesores salvo por el hecho de que, aquí, las críticas apuntaban hacia un objeto social distinto.
Como el texto está escrito ya, me permito reproducirlo a continuación, con el ánimo de, al menos, no verlo totalmente perdido entre las carpetas de mi computador.
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La Revolución de Octubre
Bogotá se llena en octubre de espectáculos artísticos: al parecer no es suficiente con Fotográfica Bogotá, que está acaparando un número considerable de los espacios de exhibición con muestras, conferencias y fotomuseos que han invadido toda la ciudad, dando a ver casi más de lo que se alcanza; y digo que no ha sido suficiente porque se siguen inaugurando prósperos eventos, ferias y festivales artísticos por todo el circuito de museos y galerías, tanto que en los paraderos de buses del centro y norte no se pelean entre sí durante este mes las publicidades del indio Pielroja con los culos de las Chicas Águila, sino la silueta de la Rebeca (usada como logo de Fotográfica), con Juan, ese ciudadano común a quien, según la Cámara de Comercio de Bogotá, le gusta el arte y por ello no se perderá Artbo.
Ya desde el mes pasado y por lo que queda de año el gobierno de Chile ha venido, y seguirá, impulsando un conjunto de grandes muestras de arte contemporáneo chileno en la ciudad, bastante desiguales y en apariencia dirigidas a un público juvenil alienado por el esténcil, la nueva gráfica gringa y el revival del pop art que nunca deja de venderse bien. Luego viene el plato fuerte: entre el 18 y el 23, la Feria internacional de Arte de Bogotá intentará movilizar una gran masa de compradores y mercaderes de arte, nacionales e internacionales con el fin, se nos dice, de estimular una cultura del coleccionismo en Colombia que tendrá, para terminar y en simultánea, la realización de La Otra, una feria “alternativa” de arte impulsada por Jairo Valenzuela tras haberse quedado sin local en Corferias.
Me pregunto entonces por las razones de esta cada vez más grande erupción de capitales en los octubres artísticos de Bogotá que, si bien nos traen fotos de Goicolea, Witkin y Andrés Serrano, curadurías de Rosa Olivares y exposiciones con obras de Warhol y Koons llegadas de Chile para ser exhibidas tiradas en el piso de unos montajes confusos y poco dicientes, parecen más pensados para atraer grupos de turistas y señores con gruesos anillos de oro que andan todo el mes buscando qué comprar.
En un momento en que vemos montañas de dinero salido de quién sabe dónde fluyendo en las campañas políticas, computadores narcoparamilitares que nos entregan listados de empresas fachada en las que, casi sin excepción aparece la compra y venta de arte entre sus objetos sociales, intercambios artísticos interamericanos planteados como abrebocas de acuerdos comerciales mucho más grandes y siempre ligados a la privatización de alguna empresa del Estado, y millonarias partidas presupuestales del distrito mezcladas con donaciones empresariales que caen en manos de fundaciones “sin ánimo de lucro” para la realización de carísimos proyectos de bajo impacto social, es hora de ver cómo le salimos al paso a prácticas muy comunes y muy ilegales presentes en la historia de nuestra reciente cultura nacional.
Porque una cosa son las buenas intenciones de la Secretaria Distrital de Cultura, el apoyo de la Cámara de Comercio a ese boom del arte colombiano más comercial o el muy nutrido aunque atropellado photoslide que nos ofrece Gilma Suárez, y otra muy distinta el pensar en que esas platicas giradas en octubre terminarán bien limpias en noviembre en un banco de Panamá o Bahamas, mientras el público pasa todo el resto del año viendo poco y los artistas viviendo de un mercado local aquejado de tacañería entre noviembre y septiembre.
Víctor Albarracín
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