Eielson nos deja una obra admirable. Y no sólo por la convicción con la cual asumiría la práctica creativa durante casi seis décadas, sino por la forma en la cual ella desplaza un modo auténtico de sentir el arte como una extensión espontánea de la vida.
Me gustaría compartir con ustedes una obra reciente de JEE, titulada 'Autorretrato' y escrita especialmente para la muestra antológica presentada en el ICPNA en el marco del Premio Teknoquímica que le otorgaron en 2004.
Un texto que excede todo comentario.
Autorretrato (2004)
Jorge Eielson
Pintarse a sí mismo -como fotografiarse o filmarse- puede ser una operación de simple narcisismo, más o menos velado como también un ejercicio de humildad, de meditación y exploración de la propia identidad, carnal y espiritual, para saber más de sí mismo y, a través de sí mismo, de los demás. Es lo que sucede en la meditación budista y también en el chamanismo. En mi caso, esta exploración ha tomado la forma de un recorrido pictórico que -partiendo de una forma o patrón móvil, como lo es mi propio rostro- pasa de una pieza a otra, a través de 11 transformaciones, realizadas de 11 maneras (o "estilos") diferentes, con procedimientos técnicos -esto es fundamental- igualmente diferentes, a veces convencionales, a veces inventados, a veces tomados de culturas antiguas, como es el caso de la pintura textil pre-hispánica de la costa central del Perú. Así como sucede en las múltiples transfiguraciones chamánicas (el brujo-jaguar. el brujo de cristal, el brujo florido, el brujo que vuela, el brujo en llamas, y demás) los autorretratos fueron apareciendo como revelaciones de mi propia identidad plural y estratificada, a la vez que como una sola, recíproca mirada entre los llamados mundo interior y mundo externo. Ahora bien, para obtener aunque fuera un mínimo resultado sobre tal hipótesis de trabajo (y aunque se tratara de uns imple ilusión pictórica que ocultaba el verdadero trance chamánico, que es el acto mismo de pintar) era necesario poseer también un rostro interior semejante, es decir, una identidad igualmente fluctuante, móvil, nómade, fragmentaria, abierta. Un rostro interior en permanente estado de renovación, de transformación y reinvención. O lo que es lo mismo, de improvisación, ya que, cuando se improvisa, se reinventa el mundo. Todo está en aceptar que la improvisación no es una actitud ilegítima, como la tradición artística occidental lo ha establecido. Algunos artistas de nuestro tiempo, como los extraordinarios inventores de la música jazz afro-americana lo demuestran claramente. O como ya se hacía en la antigua pintura china, cuando se obtenían bellísimas obras de arte con la sangre de un ave herida, arrojada sobre el papel de arroz. O como sencillamente sucede en nuestra azarosa y creativa vida de todos los días, en la que todo hay que inventarlo, improvisarlo continuamente, desde ponernos un zapato hasta mirar el firmamente, pasando por un saludo al vecino, un traspiés en la escalera, un autobús que no llega, un encuentro inesperado.
En fin, una suerte de jam-session cotidiana, en la que cada uno tiene su parte, pero sin descuidar el más completo unísono, cuando es necesario, contribuyendo así al éxito pasajero de la jornada. O como también es el caso en otras situaciones, ajenas entre ellas, como las imprevistas posturas que adopta el surfista o el corredor de olas para domar el océano. O como el canto del ruiseñor, que no sabemos si obedece a las leyes de la supervivencia o a una gratuita manifestación de júbilo terrenal. O como el principio de indeterminación de la física sub-nuclear, que postula la imposibilidad de establecer la posición y las medidas de las partículas en el espacio quántico. O como la infinita proliferación de los cristales de nieve, todos diferentes y todos aleatorios [1]. Lo importante es que todo eso, la improvisación, el azar, lo aleatorio, o como se lo quiera llamar, haya producido vida, realidad, goce, belleza, libertad, energía.
Pero, volvamos al ejemplo de la improvisación musical. Ella nace en los primeros coros religiosos medievales (por lo menos en la tradición europea), se expande por las mayores cortes del continente durante siglos -tan es cierto que Mozart, en pleno siglo XVIII, amaba deleitar a su aristocrática audiencia con brillantes improvisaciones en el clavicémbalo- y decae con el nacimiento de la escritura musical, inventada por los mismos monjes, para facilitar su ejecución, sin tener que recurrir a los verdaderos músicos, escasos entonces, como ahora. Max Weber, en sus notables estudios musicales, atribuye la difusión del pentagrama al inarrestable avance del racionalismo y pragmatismo iluminista. Probablemente tiene razón, y debido a ello, la música "clásica" que escuchamos hoy es una magnífica y noble arqueología sonora -que nadie puede permitirse de rechazar, claro está- pero que no es nuestra música, no refleja nuestro pensamiento, nuestras tragedias, nuestros hallazgos, nuestros deseos de trascendencia y de belleza, perennemente renovados. Es una banalidad, o pura retórica, decir que la música no tiene tiempo. Al contrario: ¡nada hay más ligado al tiempo que la música!
De todos modos, aunque absurdamente inaccesibles a los llamados comunes mortales, debido a su escasa difusión, la música contemporánea cuenta con infatigables creadores que van desde Schonberg, Berg, Webern, Milhaud, Varèse, Honegger, Stockhausen, Nono, Xenakis, Cage, Boulez, Ligeti, Penderecki, Kagel, y otros, hasta las últimas posiciones de la música digital, abierta a las más extraordinarias experiencias auditivas, y no auditivas. Sin olvidar, repito, ese milagro musical de nuestro tiempo, ese pájaro brillante y desesperado que se llama jazz. Contrariamente a lo que se pueda pensar, la música improvisada no reniega la alta tradición escrita, sino que coexiste tranquilamente con ella. No hay ninguna forma de fundamentalismo posible en una actitud semejante. Es mucho más probable lo contrario. La improvisación revitaliza la tradición, acercándola a nuestra circunstancia, pero sin obedecer a ninguna autoridad, a ninguna jerarquía, a ningún método. Como quería ese gran filósofo de la ciencia, del arte y de la vida que fue Paul Feyerabend. No se arrojan a la basura las partituras ni los pinceles de la noche a la mañana, sea bien claro. La tabula rasa es una magnífica ilusión. O un concepto. Pero no una práctica, y es ésta la que cuenta. Así lo entendió la "Commedia dell'arte" italiana, un dramaturgo como Pirandello en su pieza "Esta noche se improvisa" y, más recientemente Joseph Beuys, el artista alemán que tuvo a su cargo la Academia de Bellas Artes de Dusseldorf, hacia fines de los 60 y rehusó de impartir ningún tipo de "enseñanza" a los estudiantes, entre otras cosas. Pero quizás los ejemplos mejores nos llegan del pasado remoto. Todos sabemos que los cazadores del Neolítico anterior no conocían la técnica del fresco, inventada en los albores del Renacimiento. Pero no se quiere admitir que las pinturas de las cavernas han llegado hasta nosotros, con toda su emocionante carga de "actualidad", atravesando decenas de millares de años, mientras que algunos frescos del grandísimo Leonardo aparecen irremediablemente fechados, como prisioneros de una Historia que le queda estrecha y, en ciertos casos, muy dañados y hasta borrados, como la famosa "Batalla de Anghiari", del Palazzo Vecchio, en Florencia. Todo lo cual, naturalmente, no merma para nada el refulgente genio del artista y hombre de ciencia, que requiere una lectura renovada y no la de cierta beatería pseudo cultural, siempre estática y prejuiciada, que desvirtúa hasta las más grandes creaciones. Por otra parte, ya fuera del ámbito europeo, tampoco los maravillos escultores africanos Fang y Dogón "aprendieron" a tallar la madera. No les era necesario. Ellos sabían ya lo que estaban haciendo, cuando "improvisaban". Es decir, no usaban ningún lenguaje simbólico, no re-presentaban nada, ni siquiera lo sagrado, porque lo que hacían era ya, en sí mismo, concretamente, sagrado. Por eso es que dichos objetos poseen la inmediatez, la fuerza y la gracia de las cosas verdaderamente creadas. Y lo mismo se puede decir de muchas formas de arte pre-hispánico de nuestra América, o de las sociedades tribales de Oceanía. Esta idea de universo abierto, casual, improvisado, es la misma que ha dado origen a las estrellas y a los dinosaurios, a los cabellos humanos y a la espuma del mar, a las plumas del colibrí y a las grandes montañas. Las complejas estructuras fractales y los sistemas caóticos de que nos habla la ciencia contemporánea, no son meras teorías ni especulaciones conceptuales, sino realidades matemáticas demostradas. Habría que añadir también que, desventuradamente, por la misma razón que producen vida, son igualmente el oriden de la decadencia y de la muerte, como es el caso de las epidemias y sequías; las grandes hambrunas y sus respectivas migraciones, de personas y animales; las guerras étnicas y religiosas; los altibajos de la Bolsa planetaria; los accidentes de tráfico o las metástasis cancerosas. La creación artística, aunque de manera más sutil y, algunas veces, anticipadamente, no se escapa a este imprevisible devenir. Hoy día la confusión de nuestro mundo, acelerado por la técnica, se ha vuelto tan alarmante que los jóvenes artistas sienten la necesidad profunda -quizás genética- de intervenir, ya no en los materiales de nuestro entorno, sino en el tejido mismo de las sociedades en que nacieron. Su arte deviene así un acto político, de necesaria resistencia y hasta de guerrilla social, valiéndose de los más avanzados medios tecnológicos a su alcance, no siempre fáciles puesto que detenidos por el sistema. Se trata de una actitud legítima, si ejercida con auténtica responsabilidad y talento, y no contaminada por un fácil protgaonismo.
[1] A lo anterior habría que agregar todavía la antigua sabiduría oriental de libros como el I Ching, que considera el azar el elemento más importante de nuestra existencia; el "azar objetivo" de los surrealistas; la música aleatoria de John Cage; las yuxtaposiciones verbales del cut up en los libros de William Burroughs o los juegos fonéticos y combinatorios de Raymond Roussel y Queneau; la brillante teoría del biólogo Jacques Monod sobre el rol del azar en la aparición de la vida sobre la tierra; las inesperadas caricias del artista Joseph Beuys a un animal feroz; las "antropometrías" de Yves Klein, con sus modelos cubiertas de pintura y arrojadas sobre el lienzo; la sagrada síndone de Jesús; las mesas de Daniel Spoerri, inmovilizadas para siempre, después de la comida; el dripping de Jackson Pollock y otros gestos fortuitos en el expresionismo abstracto norteamericano; los "affiches dechirées" de Raymond Hains, realizados por anónimos transeúntes; los trabajos anónimos del autor de estas líneas, diseminados casualmente en algunas ciudades europeas. Pero la lista podría continuar largamente.
1 comentario:
Me ha encantado tu articulo! no conocia las raices de la improvisacion, es mas, creia q el jazz era el pionero en esta forma q muchos, hasta ahora, no entendiamos.
Escuchando la 11 maravilla del mundo :-), Kind of blue, y leyendo las notas de Bill Evans (del disco) me ha surgido una pregunta. El hace alusion a un arte visual japones que se basa en la improvisacion, donde el artista no puede rectificar sus trazos. Mi pregunta es:
que nombre tiene esta modalidad de pintura japonesa?
he rebuscado por internet sin exito. Agradeceria cualquier pista.
Una vez mas, genial articulo! enhorabuena!
Carles
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