miércoles, mayo 19, 2010

Hacia una reciprocidad extraterritorial: más allá del mundo del arte y de la cultura vernacular - Stephen Wright

Suelo tomar a los artistas por responsables del fracaso del arte. Me doy cuenta, sin embargo que es una posición totalmente contestable; por un lado porque pareciera atribuirle a los artistas un monopolio en el agenciamiento del arte (cosa a la que soy reacio) y por otro lado porque hay argumentos sólidos que plantean que el arte no fracasó. Por el contrario, la idea de su éxito ha tenido una inesperada y perversa difusión – tomemos en cuenta que las vanguardias históricas marcaron el camino a seguir para establecer el sistema económico en el que el arte se encuentra, hoy, perfectamente integrado. Sin embargo, el fracaso en arte es un concepto relativo y no menos interesante que el del éxito en la medida en que revela las condiciones implícitas del segundo. Actualmente, para comprender en qué situación está el arte, nos vemos obligados a seguir con atención cambios y desplazamientos en términos de en dónde el arte se lleva a cabo; es decir, estar pendientes de esto que se ha dado en llamar “nuevas geografías del arte” –una expresión afortunada en la que la geografía ofrece una metáfora para comprender la condición del arte actual y sus diversas y despreocupadas negativas a reconocer su desorientación y recalibrar su sextante.

En una expansión continua y sin precedentes, la condición actual de muchos artistas y hacedores del mundo del arte es la movilidad. Si en algún momento uno se para a pensar, no puede menos que asombrarse de cómo y cuánto viajan tanto artistas como estos hacedores del mundo del arte (claro que si uno es parte de este mundo del arte no le queda mucho tiempo para pensar). Esto revela una disparidad genuina entre las realidades del mundo del arte y el resto del planeta y, por extensión, se revela también el extraordinario privilegio del que disfruta el arte en el sistema de la economía global. Pero, ¿qué tipo de “privilegio” es éste de verse obligado a aceptar, incluso de verse obligado a desear un estado de exilio perpetuo? La ansiada globalización de la subjetividad artística – muy en consonancia, por supuesto, con el tipo de “bienalitis” que parece haber infectado a tantas grandes ciudades alrededor del planeta – ha tenido un impacto significativo en el tipo de arte que se ha estado produciendo.

No es necesario señalar que si bien el rol del arte en la economía de mercado puede ser cada vez mayor, sigue siendo insignificante. Esto plantea una paradoja: si la característica de movilidad permanente del mundo del arte no es, estrictamente hablando, impulsada por necesidades comerciales (los artistas no son parte de la clase capitalista global), entonces cuál es realmente la función subyacente de todo este movimiento? Ciertamente hay un componente ideológico, por el que la gratuidad aparente de este movimiento del arte se convierte, para los organismos de financiación del estado y benefactores corporativos, en pruebas de su altruismo y sus valores humanos. Pero eso apenas explica el alcance de movilidad de una clase en ascenso que de manera ambivalente se denomina el “cognitariado”, donde artistas y seguidores son un componente clave.

Si se observa la proliferación de programas de residencia, seminarios, talleres, bienales e intercambios internacionales que caracterizan el mundo del arte institucional – que por ser siempre asumidos por las instituciones públicas o por fundaciones benévolas, disfrutan de una aparente utilidad así como de un aura de aventura y audacia, ya que en general se llevan a cabo en algún otro lugar – uno se siente tentado a concluir que el arte es en sí mismo altamente móvil. Sin embargo, el hecho es que mientras el mundo del arte goza de una movilidad excepcional, el arte en sí rara vez sale del harem del mundo del arte – y cuando lo hace, con bombos y platillos, siempre lleva consigo los dispositivos de encuadre del mundo del arte. En otras palabras, en sus incursiones más allá de las fronteras del mundo del arte, el arte realmente coloniza nuevos territorios de la vida y, siguiendo esta lógica de colonización, luego procede llevando los objetos recogidos a los espacios de arte ya referenciados. Porque cuando el arte se aparta de los límites de sus dispositivos de demarcación del mundo del arte, algo verdaderamente extraño sucede: ya no es visto como arte, es despojado de sus pruebas de artisticidad. Y esa invisibilidad no es algo que el mundo del arte pueda tolerar fácilmente. Sin embargo, algunas prácticas para-artísticas están haciendo exactamente eso y aceptando las consecuencias. Operaciones de sigilo basadas en lo que llamaré “reciprocidad extraterritorial” – que bien se podría describir como “spy art” (arte de espionaje) – están surgiendo aquí y allá, aceptando sacrificar su coeficiente de visibilidad artística en pos de un mayor grado de eficacia en el mundo real. Al principio esto parece una estrategia extraña: ¿por qué el arte no podría imponerse por lo que es? Parte de la respuesta, creo, es que el arte se enfrenta constantemente a la carga debilitante de que eso es todo lo que es, que es sólo arte – en lugar de la “mera cosa real” potencialmente peligrosa. Pero para entender cómo hemos llegado a este punto crítico, es necesario examinar como se auto-definen las diferentes prácticas artísticas actuales con respecto al territorio.

En nuestra era que se caracteriza por el flujo de información e imagen desmaterializados, un grado de movilidad individual jamás visto, formas de creatividad difusas y plurales – todos los componentes claves de la economía neo-capitalista –, el vínculo entre artistas y territorio ha perdido todo grado de evidencia. En este contexto totalmente nuevo – que a veces puede parecer desprovisto completamente de contexto – es que se vuelve posible y necesario, aclarar cómo la actividad artística se relaciona con el territorio, tanto física como metafóricamente.

Pues, no es cierto que en un sentido metafórico, la noción de “territorio” – como en el “territorio del arte” – se vuelve eminentemente problemática? Tomemos un ejemplo. La descalificación radical del savoir-faire que ha caracterizado gran parte de la producción artística durante el siglo pasado nos ha llevado a una situación paradójica: la crítica de arte ha perdido tanto el rumbo que se ha vuelto difícil no sólo evaluar los méritos relativos de lo que los artistas están produciendo, sino incluso situar esa producción en términos de arte. Aunque no necesariamente indisciplinado, el arte parece haberse convertido en un práctica extra-disciplinaria, extendiéndose más allá de los límites circunscriptos de un determinado “territorio”. Es en este sentido amplio de la expresión que deseo considerar las diversas relaciones entre apego territorial y expresión artística contemporánea.

Con este fin, podemos definir tres posturas básicas, que a grandes rasgos corresponden a tres momentos históricos, así como a tres tipos de producción artística. Estos tres tipos coexisten dentro de la producción artística contemporánea, sin que haya, estrictamente, ninguna jerarquía entre ellos. En cada una de estas tres “familias” podemos encontrar aproximadamente la misma cantidad de artistas prestigiosos. Para los artistas vernaculares, la actividad es territorial, el contexto es parte integrante del marco productivo, los world artists (artistas del mundo), por el contrario, tratan de liberar el arte de todo arraigo territorial, preocupados por confrontar sus orígenes con el futuro; los artistas de la reciprocidad extraterritorial deciden expatriarse deliberadamente no sólo de su territorio geográfico, sino de todo el terreno simbólico habitualmente reservado para el arte: negándose tanto a la territorialización como a la desterritorialización, de tal modo que sus propuestas están animadas por una movilidad constitutiva y lo que yo llamaría, siguiendo una expresión del filósofo francés Maurice Blanchot, “la implicación elusiva” (muy diferente de la noción compromiso, paradigmática del siglo XX). En la práctica, por supuesto, estas tres actitudes estéticas (y profundamente éticas) se superponen y se recubren, al igual de lo que sucede en los propios territorios. Pero eso no debe impedirnos delinearlas un poco más profundamente.

Los artistas vernaculares perpetúan antiguas tradiciones que fortalecen y enriquecen con innovaciones formales tomadas de otras culturas, gracias a la mixtura propiciada por la modernidad. Actualmente, muchos artistas viven intensamente su tiempo histórico, utilizando una plástica visual vernácula específica a sus orígenes. Sus obras – instalaciones, pinturas, etc – integran y reflejan de una u otra manera los símbolos de una herencia identitaria conscientemente aceptada y asumida. Para ellos, el arte depende de su inscripción en un contexto que es a la vez más extenso y más intenso de lo que el arte mismo puede ofrecer.

Inspirándose de un paradigma modernista, los world artistas se sumergen en el presente de las sociedades en mutación. Ellos ven sus trabajos como el reflejo de la confusión de un mundo que ha perdido su rumbo. En términos generales, sin embargo, esta pérdida se vive sin angustia o desesperación. Por el contrario, estos artistas – fieles a la exigencia moderna de libertad individual – buscan liberarse de todo determinismo geográfico o social. Su aspiración es producir obras autónomas de cualquier contexto, desligándose voluntariamente de toda herencia formal y cultural – sin, necesariamente, negarla – dando así rienda suelta a una expresión autónoma.

En ruptura con el paradigma moderno, los artistas de la extraterritorialidad recíproca socavan toda cuestión topográfica en la medida en que niegan no sólo fronteras geográficas, sino todo tipo de fronteras, incluso aquellas que separan el arte de lo que no es arte. Al igual que los artistas vernaculares, estos artistas desconfían de toda noción de autonomía; como los “world artists”, ellos recusan toda noción de herencia. Sus prácticas artísticas no necesariamente culminan en la producción de obras, pero tampoco se basan exclusivamente en modos procesuales. Estos artistas consideran el arte como un sistema de producción de significado que se vuelve más eficaz en la transgresión de fronteras y en la instauración de “sitios de producción” extradisciplinarios, es decir, fuera del territorio de cualquier disciplina definida. Al desplazar el centro de gravedad de la creatividad hacia la actividad artística – que se origina en un comportamiento o una idea artística antes de dotarse de otros valores de uso posibles – estos artistas buscan desafiar la especificidad del arte como trabajo sobre un objeto único (pintura, escultura) mediante la activación de otros campos e invitando a otras corrientes de conocimiento a nutrir el campo del arte. Como lo ven, el arte ha ido integrado literalmente todo a su “domino” – disciplinas, materiales de todos los órdenes, etc. – y ya no necesita replegarse en fronteras de ningún tipo. Nada en absoluto vincula el arte a una geografía específica y todo lo que lo liga con su propia historia es una cierta estética de la decisión, específica de cada artista.

Generalmente, los artistas vernaculares acusan a los artistas del mundo de favorecer el surgimiento de una especie de multiculturalismo consumista: la world music y la world fiction no son vistos como la expresión de algún tipo de universalismo, sino como síntomas de una normalización a escala planetaria que apenas dejaría emerger, inevitablemente, pequeños chispazos de identidad regional. Para los artistas vernaculares, el significado de una obra de arte está intrínsecamente ligado a la hora y el lugar de su producción: el artista es – en el mejor de los casos – co-autor de su obra, que, como el artista mismo, lleva el sello indeleble de un determinado tiempo y lugar.

Por el contrario, los artistas del mundo adoptan una posición normativa y agresivamente hostil frente a toda noción de arraigo territorial. Se sublevan contra aquellos que, instalados cómodamente en la masa silenciosa de una cultura particular, se aferran al idioma visual típico de alguna región específica – mostrándose, asimismo, incrédulos frente a la idea de que alguien pueda concebir como una virtud el hecho de ser oriundo de algún lugar. Critican a todos aquellos que no tienen en cuenta el laberinto infinito de culturas y lenguas, laberinto en el que el poeta franco-indio Édouard Glissant nos invita a errar indiscriminadamente y a trazar nuevos caminos. Estos artistas explican la proliferación, producida en las últimas dos décadas, de políticas de identidad debido a un agotamiento universal de los recursos de esperanza colectiva. Y como se apresuran a señalar, es a menudo en regionalismos, nacionalismos u orígenes étnicos que la identidad tiende a refugiarse cuando sufre de falta de confianza, singularidad y/o creatividad.

Sería abusivo, sin embargo – y no es de ninguna manera mi intención – retratar a los artistas vernáculos como los fundamentalistas del mundo del arte (y sería no menos abusivo representar a los “world artists” como el jet set del mundo del arte). En cambio, los artistas territoriales recalcan la necesidad de un relativismo cultural frente a la homogeneización masiva que, a sus ojos, ocurre a escala planetaria. Y esta actitud no se limita de ninguna manera al arte. “A fin de progresar”, escribió el célebre antropólogo Claude Lévi-Strauss, “es necesario que los hombres colaboren pero es en el transcurso de esta colaboración que van a ir identificándose gradualmente sus relaciones, cuya diversidad inicial fue precisamente lo que hacía tan fructífera y necesaria su colaboración.”

Cito Lévi-Strauss, porque él no puede, realmente, ser acusado de chovinismo territorial o de estrechez de mirada (nadie en el ámbito de la antropología fue más lejos en la deconstrucción del racismo institucionalizado) y porque de alguna manera logra en una sola frase resumir toda la cuestión de cómo, por qué y bajo qué circunstancias se establecen nuestras colaboraciones – lo que está, sin dudas, vinculado a la razón misma de ser de la producción artística si se considera como algo más que un mero ejercicio individualista. Pero lo que subyace en la apreciación de Lévi-Strauss es una suerte de retorcida síntesis de la lógica hegeliana que plantea que toda colaboración es fructífera porque hay una diferencia inicial. Sin embargo, el hecho de colaborar, en lugar de llevar la diferencia a un nivel superior, termina reduciéndola a su mínimo común denominador.

Para el world artist, la obsesión del artista vernáculo de llevar constantemente el arte a su contexto de origen equivale a decir que es imposible para el arte de funcionar fuera de ese territorio. De hecho, sostiene el artista del mundo, es precisamente su capacidad de afectarnos a través de una combinación de emoción y de conocimiento – y esto independientemente de todo contexto – que se define del arte autónomo. Por importante que puedan ser las condiciones de emergencia del arte, más importantes aún, son los efectos que produce aquí y ahora. Con lealtad incondicional a los preceptos de la modernidad, los artistas del mundo no están lejos de pensar – siguiendo la tradición fenomenológica en general, y a Maurice Merleau-Ponty en particular – que una obra de arte sólo tiene sentido fuera de su contexto original, dejando la iniciativa a la mirada constituyente. Los white-cubes que caracterizan la arquitectura de nuestras galerías y museos, ideados para la exposición neutra de obras de arte, son hechos a medida para los artistas del mundo.

Al igual que los artistas vernáculos, los artistas de la extraterritorialidad recíproca inscriben el arte en un contexto más amplio. Pero para ellos, la definición de este territorio no está dada: tiene que ser creada. Su práctica consiste en traducir determinados aspectos de la economía en la economía simbólica del arte, fomentando la creación de un contexto más amplio, extradisciplinario. Estos artistas se han convertido en verdaderos gestores de contingencias semióticas que surgen en el marco de los procesos que ellos emprenden. No se trata simplemente de acabar con la presunta autonomía de la obra, sino de confrontar los “savoir-faire” específicos al ámbito del arte con competencias derivadas de otros campos de conocimiento, estableciendo así una reciprocidad entre arte y ciencias, o entre arte y activismo político por ejemplo; dislocando así, fronteras, intereses, convenciones y hábitos, provocando colaboraciones innovadoras. Uso el término ciertamente torpe de “reciprocidad extraterritorial”, ya que nombra de manera más precisa cierta lógica que parece caracterizar este momento del arte : como la naturaleza, el arte aborrece el vacío y se apresura a llenarlo. Pero, al hacerlo, crea su propio vacío que puede ser llenado por la actividad de un campo del quehacer humano. En otras palabras, al ir hacia la “extraterritorialidad”, el arte desocupa su convencional territorio en el mundo del arte, dejando abierta la posibilidad para otras actividades, estableciéndose en un campo diferente, instaurando un gesto de reciprocidad. Este es un arte sin territorio, que opera en el espacio intersubjetivo de la colaboración. Sin embargo, ese “espacio” no es realmente un espacio, o sólo en sentido metafórico, como cuando hablamos de “espacio público”. Sería probablemente más exacto hablar de un “tiempo” de colaboración e intervención – un “tiempo público”; el momento de un propósito común, aunque heterogéneo. Pero el modelo geográfico, con su cartografía de territorios que se superponen y recubren, tiene la ventaja de proporcionar una imagen más palpable de la aspiración de los artistas de la extraterritorialidad recíproca. “Siempre implicado, y sin embargo elusivo” como Maurice Blanchot señaló en una ocasión.Movilidad Constitutiva. Implicación Elusiva.


Traducción: Mabel Tapia

[tomado de la web de la exposición Reciprocidad]

2 comentarios:

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