En sus escritos de finales de la década de los sesenta, Daniel J. Boorstin, prominente historiador estadounidense, veterano de la Guerra Fría, futuro bibliotecario del Congreso y aspirante a intelectual público, se lamentaba del impacto de la fotografía en la sociedad. Le preocupaba que la democratización de la creación de imágenes conseguida mecánicamente por la fotografía pudiera servir también para abaratar y falsificar la experiencia individual y colectiva, la percepción del yo y el sentimiento comunitario. ‘Como individuos y como nación, padecemos hoy de narcisismo social’, diagnosticó en su popular libro The Image or Whatever Happened to the American Dream (La imagen o aquello que le ocurrió al sueño americano). ‘Nos hemos enamorado de nuestra propia imagen, de imágenes que nosotros fabricamos y que no son sino imágenes de nosotros mismos’. El problema era, según argumentaba utilizando el lenguaje psicosociológico propio de la época, la confusión de los límites o la pérdida de discernimiento entre lo que es auténtico y lo que no lo es, entre las formas de representación autogeneradas y aquellas generadas por otros. Escribía que ‘las imágenes’ y ‘el modo en el que pensamos sobre nosotros mismos’ se ‘han fundido’ y, al hacerlo, se ha echado a perder el sueño americano de autorrealización. La superabundancia de la imaginería fotográfica, la facilidad de su producción y la asunción de su papel central en el ámbito cultural habrían acabado aplastando la identidad e infectándola de las cualidades mecánicas del proceso fotográfico, vaciándola de ese modo de su humanidad. Imbuido de psicodrama y de la ambivalencia de la época respecto a la cultura de masas, declaraba que esta patología era ‘la de la monotonía de nuestro interior, la monotonía de la autorrepetición’. Según su razonamiento, dicha condición alienada nacía del material en bruto, del carácter mecánico de la fotografía, de haber caído en la terrible constatación de que ‘vivimos, nos guste o no, en un mundo en el que el hombre ha sido dotado mecánicamente de la nueva e inquietante capacidad de ser -entre otros aspectos amenazantes- ‘su propio artista’’.
Este miedo -eufórico envés del sueño americano de la cultura de masas que Boorstin criticaba- es tan antiguo como la fotografía misma; sin embargo, en la década de los cincuenta se sentía con una insistencia especial. La ‘identificación más profunda’ de la fotografía, tal y como indicó otro crítico de la época de manera más general respecto a la cultura de masas, ‘depende sobre todo de nuestros aspectos menos individualizados y más anónimos’. Como medio de representación era demasiado plana, demasiado rápida y demasiado fácil, y por ello la identificación social que ofrecía no se basaba en la identidad sino en la ‘disociación de la personalidad’, en ‘el anonimato social’. La creciente percepción en esa época de una pérdida provocada por la fotografía es el tema central de este libro. En concreto, analizo un conjunto de respuestas fotográficas a esta percepción que se distinguen claramente tanto del rechazo paranoico de Boorstin, como de la alegre indulgencia de esa misma condición a cargo de las florecientes industrias de la publicidad, la propaganda, el fotoperiodismo y la fotografía de aficionado en la posguerra. En vez de simplemente reafirmar ‘la queja estéril’ de la soledad y el aislamiento, tal y como ha denominado un escritor a declaraciones autocomplacientes como la de Boorstin, o su desenfadado envés, el ‘desafiante alarde’ de autodeterminación que servía de motor a la industria de la imagen que Boorstin creía que criticaba, demostraremos que el elenco de trabajos fotográficos que se investigan aquí habían establecido una promesa de renovación política en la posguerra, incluso un sentido de obligación moral, a partir de su asociación en el anonimato, de la experiencia de ‘la monotonía entre nosotros, la monotonía de la autorrepetición’. Se creía que aquella misma superabundancia de imágenes que estimulara la rápida expansión de la cultura de masas en las nuevas áreas geográficas, sociales y psicológicas, y que preocupara tanto a críticos de la cultura de masas como Boorstin, aquella misma sensación de ser arrastrado por un torrente de imágenes fotográficas, aquel mismo miedo a ver la propia imagen fugaz en todas partes que volvería dos años más tarde como pastiche en la obra de artistas como Andy Warhol, Edward Ruscha y Gerhard Richter, era el modo privilegiado de abordar -e incluso se asumía seriamente que podría servir de remedio- los mayores y más urgentes problemas del momento.
Esta sensación de promesa o mandato está circunscrita a una historia muy específica y estrictamente delimitada, una historia remota cuyas principales características nos resultan ahora bastante ajenas. Su ambición dio lugar a una forma peculiar y distintiva de modernidad tardía, forma que describiré aquí en detalle. En pocas palabras, se pensó que el principio de alienación diagnosticado como ‘narcisismo social’ o ‘anonimato social’ o ‘autorrepetición’ generado, aparentemente, por el torrente omnipresente e interminable de fotos, anuncios y demás documentos gráficos, conllevaba en sí mismo la posibilidad de un nuevo modo de identificación política, la posibilidad de una autocomprensión colectiva de mentalidad cívica que generaría a un nuevo ciudadano del mundo de la posguerra y posmoderno. En el fondo, la promesa que contenía esta condición era que, ejercida adecuadamente, podría ser un medio de salvación de los horrores del pasado reciente y un medio para evitar que volvieran a suceder. El objetivo no era tanto una identidad transnacional nueva y mejorada -basada en una ética socialmente consensuada o en una visión compartida del pasado o el futuro- como un sistema de pertenencia política impulsado por un sentido de identidad-en-crisis, un sistema construido sobre la fascinación y el miedo compartidos por la no identidad. Utilizando un tipo de razonamiento homeopático que lleva tiempo fuera de circulación, la enfermedad era también la cura.
Ello no era, sin embargo, una mera concesión al statu quo, ni un simple realismo capitalista del cariz del que pronto dominaría la escena artística. La promesa que contenía este conjunto de imágenes fotográficas no era la de la marca comercial de veneno social presentada como cura para la nación; no tenía aún que ver con la promesa del consumidor como redentor del ciudadano convertida en patológica por el fracaso de lo político y de los demás ideales. (En cualquier caso, ello sería hetero- o alopático, no homeopático, surgido de un modo de razonar totalmente distinto.) Por el contrario, el ideal fotográfico que aquí se investiga era aún en gran medida una forma de existencialismo de mediados de siglo, de fenomenología o de humanismo filosófico, una forma de ver que buscaba activamente construir su propio –ismo o doctrina sistémica con la que pertenecer al mundo, y conocerlo, dentro de la experiencia de la visión que representaba.
Desde una perspectiva más familiar, es otro modo de decir que la promesa de la reproducción mecánica de la fotografía aún no se había convertido en camp, es decir, que su distancia crítica aún no derivaba de haber rechazado el objetivo ilustrado de una razón radicalmente productiva, un entendimiento estructural y sistémico y una autoconciencia universal, ni de haberse apartado de la causalidad interna para pasar a ser unreflejo pasivo, a deslizarse e imitar la superficie externa del mundo. Retrospectivamente, podríamos decir que la sensibilidad fotográfica que investigamos aquí emana de una forma transitoria de subjetividad política, aquella que se desplazaba desde las residuales pasiones colectivas del ciudadano hacia los emergentes y cada vez más aislados intereses propios del consumidor, que se desplaza desde Vertov hacia, digamos, Warhol, o de la neurosis organizada de las políticas de masas hacia la histeria manufacturada de la cultura de masas. Sin embargo, durante un período, tuvo su propia agenda distintiva y alternativa, que no era estrictamente ni espíritu cívico ni puro consumismo, sino una versión propia de la modernidad tardía que se pierde de vista si pasamos demasiado rápido nuestra mirada histórica de la masa cohesionada de los modernos al fragmentado imaginario social de los posmodernos. Aquí se investiga el papel alternativo asignado a la cultura como tercer sistema diferenciado de organización social que se hizo visible, aunque sólo fuera brevemente, entre dos posiciones convincentes y mejor establecidas.
Ha pasado casi medio siglo desde entonces, y la gente y las culturas globales se han ido aclimatando a un orden mundial cada vez más amplio, más denso, más mediático y más basado en el mercado. Lo han ido haciendo desde sus particulares puntos de vista, ya sea en el centro o en la periferia de ese orden, en tanto que la promesa de una alternativa del tipo anteriormente descrito parece como mucho descabellada. De una forma u otra, las gentes de todo el mundo hace mucho que han aceptado un principio geopolítico fundamental: aquella batalla que se definió según el modelo de desarrollo en tres mundos durante la Guerra Fría y sus secuelas, y que se reconfiguró temporalmente tras del 11 de septiembre de 2001 como ‘choque de civilizaciones’, ya no es la batalla por las almas de los que aún hay que industrializar o democratizar entre filosofías materialistas rivales que se disputan el modo de controlar mejor los procesos de industrialización o cómo entender y llevar a cabo la promesa de la libertad. En su lugar, se ha redefinido como una batalla sobre la identidad: entre el sujeto político materialista reducido ahora más radicalmente que nunca al rol de consumidor egoísta y su otro idealista, entre el hombre económico concebido como sujeto político global por excelencia y las diversas formas de ser político que emanan de las doctrinas religiosas, de las categorías raciales o étnicas y de la ideología política. En la medida en que esta batalla entre el materialismo-como-consumismo y el idealismo-como-política-de-identidad se ha polarizado como tal -es decir, como una batalla entre deseos rivales y mutuamente excluyentes, más que como una batalla para saber cuál es el mejor sistema para lograr los mismos objetivos modernos- se han vuelto ininteligibles otros intentos de desarrollar un sujeto político global, como el breve episodio de que trata este libro.
Podríamos comenzar a desvelar la naturaleza de esta promesa perdida, que la fotografía parecía asumir temporalmente, recuperando la densa sensación de inteligibilidad inmediata y de importancia histórica de la cuestión de la subjetividad política en el período que aquí estudiamos. Podemos citar muchos ejemplos, pero voy a empezar por dos, ambos del final del proceso, en 1962. En primer lugar, me referiré a una advertencia hecha por Theodor Adorno, quien insistía en que la reflexión acerca de la subjetividad política era clave para ‘prevenir el desastre más extremo y total’ y en que era la cuestión ‘en torno a la cual todo lo demás habría de cristalizar’. Escribió que las ‘formas de la constitución social global de la humanidad amenazarán su propia vida si no se desarrolla e interviene un sujeto global autoconsciente’; la ‘posibilidad del progreso, de prevenir lo extremo, el desastre total, ha migrado en exclusiva a este sujeto global’. El segundo ejemplo lo tomo del manifiesto fundacional del neoliberalismo Capitalismo y libertad de Milton Friedman. Aunque quizá pueda sorprender a nuestras posiciones geopolíticas posteriores a 1989, el texto de Friedman estaba cargado, al igual que el de Adorno, de una gran ansiedad respecto al futuro de la subjetividad política. Escribió que la libertad está siendo ‘amenazada desde dos frentes’. El primero era obvio, ya que viene de ‘los malvados hombres del Kremlin que prometen enterrarnos’. El segundo, sin embargo, es más sutil e insidioso y más acorde con los términos del análisis de Adorno. Advirtió que ‘es la amenaza interna procedente de hombres llenos de buenas intenciones y buena voluntad que desean reformarnos’. Los dos pensadores luchaban contra el problema de lo que Friedman denominó el ‘poder concentrado’ de la buena voluntad y las buenas intenciones dentro de las formas sociales; los dos habían comprendido que el campo de batalla era lo que Adorno denominó el ‘sujeto global autoconsciente’. La cuestión urgente para los dos era saber cuál era la economía social de la subjetividad más adecuada para lograr liberarse de ese poder concentrado; aunque era una pregunta para la que no tenían una misma respuesta.
La visión del mundo polarizada de ‘consumidor contra idealista’, ‘posmoderno contra moderno’, que surgió con fuerza en los inicios del período que tratamos en este estudio no es, sin embargo, una novedad de los últimos cincuenta años. En cierto modo, es tan vieja como la unión entre capitalismo e Ilustración. De hecho, la justificación política capitalista-realista que cobró un nuevo impulso a principios de los sesenta tomando al consumidor como modelo de sujeto global estaba en consonancia, aunque nunca fuera exactamente lo mismo, con la forma de subjetividad política implícita en los trabajos fotográficos que tratamos aquí. En pocas palabras, la batalla por la justificación se iba a iniciar tanto si la pasión política, avivada por los nacionalismos durante la guerra, se redirigía a producir con efectividad un nuevo gobierno del mundo, como si lo hacía hacia un nuevo mercado mundial. La cuestión era saber qué podía mantener mejor a raya las bajas pasiones de la nación: ¿las formas modernas de pertenencia derivadas de la promesa de una razón progresista, o el deseo posmoderno que emana de la promesa de una economía creciente y una mayor variedad de bienes de consumo? La consonancia de las justificaciones que surgió como respuesta a esta pregunta implicó en buena medida que la acción política moderna encarnada en los proyectos fotográficos de los años cincuenta y en los esfuerzos intelectuales investigados aquí contribuyera al posnacionalismo consumista y neoliberal que surgió con toda su fuerza en la década de los sesenta, o al menos a que fuera fácilmente asimilada por él. Así fue como siguió adelante la dialéctica de la Ilustración, tal como Adorno y Horkheimer habían denominado a esta consonancia en 1944. Ellos habían advertido que ‘el único tipo de pensamiento lo suficientemente duro como para hacer añicos los mitos es, en el fondo, aquel que es autodestructivo’.
Hace un cuarto de siglo, Albert O. Hirschman describió el argumento filosófico fundacional moderno que subyace en esta justificación política en su incisivo libro: Las pasiones y los intereses: argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo. Hirschman observó cómo la teoría política gobernante tiende a interpretar la pasión, en tanto fuerza política, como destructiva por definición, mientras que, simultáneamente, subraya la incapacidad de la razón para frenar dicha capacidad destructora. Una vez instaladas estas dos asunciones, y una vez que la pasión y la razón quedaban neutralizadas como fundamentos posibles de una correcta subjetividad política, lo resumía así: ‘la idea de que la acción humana puede ser descrita en su totalidad atribuyéndola a una u otra implicaba proyectar una perspectiva excesivamente sombría sobre la humanidad’. La solución a este dilema era tan ingeniosa como práctica: en lugar de una estricta confianza en la razón o en la pasión en exclusiva, el concepto de interés iba a ofrecer su utilidad mediante una especie de síntesis: ‘como pasión egoísta refinada y contenida en la razón, y como razón que se orienta y cobra fuerza gracias a dicha pasión’. Actuar por intereses propios tenía que ser un medio de canalizar la pasión mediante la razón y, al hacerlo, redirigir y ejercitar productivamente su fuerza intrínseca, atemperando, o al menos minimizando, al mismo tiempo su violencia.
Las obras analizadas en este libro tenían aspiraciones similares respecto a su época, pero sus métodos eran distintos. Cada uno de los tres proyectos estudiados aquí (la exposición de Edward Steichen, The Family of Man; el libro de Robert Frank, The Americans, y el estudio tipológico, aún en curso, de la vieja arquitectura industrial de Bernd y Hilla Becher) buscaban atemperar o redirigir la pasión política colectivista sin confiar exclusivamente en la limitada utilidad de la razón, pero lo hicieron mediante una relación con el mundo que no se reducía aún al interés propio. Cada uno de ellos pretendía desarrollar un modo de canalizar las pasiones del nacionalismo en formas alternativas de pertenencia política, en formas alternativas de subjetividad política que no estuvieran motivadas por la farsa del chauvinismo nacional o racial pero que tampoco lo estuvieran por la empobrecida imaginación social derivada de la noción de interés. Como grupo, se hicieron portadores del sueño de la vida pública -de la nación-, pero se protegieron con igual ardor de los modos en que aquel sueño había derivado en pesadilla recientemente. Su tarea compartida se podría describir como un trabajo acerca del afecto de la pertenencia: querían desarrollar y refinar la experiencia emocional de relacionarse o conectarse con un grupo.
La verdadera tarea de estos proyectos era pues estética o afectiva o corpórea, pero ello no significa que tal compromiso no fuera profunda y significativamente filosófico; y ello de un modo por completo distinto a otros momentos de la historia reciente del arte. En su totalidad el período estaba saturado de una ambición extraordinaria. En este aspecto, se encontraban en consonancia con muchos proyectos académicos cuyas aspiraciones intelectuales parecerían en su mayoría inaceptables aplicando los estándares de lo razonablemente imaginable en la actualidad: el magistral Eros y civilización de Marcuse en 1955, por ejemplo, o el gran La parte maldita de Bataille de 1949, o el intento de Sartre por reconciliar el existencialismo y el marxismo en su primer volumen de la Crítica de la razón dialéctica, de 1960, subtitulado Teoría de los conjuntos prácticos, por no mencionar los prolíficos escritos de Adorno y Merleau-Ponty que figuran como textos sintomáticos del período que estudiamos a continuación. Pero, como veremos, el ‘narcisismo social’ que se asumía que otorgaba la fotografía ofrecía un recurso o instrumento especial para reconfigurar las relaciones entre las pasiones y la política, una forma especial de imaginar y desarrollar ciertos ‘ensamblajes prácticos’ que excedían los medios de que disponían los sociólogos, los filósofos y todos aquellos que se encontraran constreñidos por la autocompresión racional.
Esta ambición en cuestión era resultado de un momento histórico concreto, un momento liminar entre nuevos y viejos modos de pertenencia política en el que se podían volver a cuestionar los grandes temas de la subjetividad política que habían dado forma a la modernidad. La cuestión principal que tratamos aquí es determinar la manera particular en la que iba a redirigirse la pasión de pertenencia y los fines específicos hacia los que se iba a orientar: ¿cómo experimentar lo otro de nuevo? Cada uno de los proyectos se preguntaba cómo rehacer las relaciones entre lo individual y lo colectivo, entre el sujeto y la sociedad, de tal modo que tampoco se exageran. Éste era el problema, y era complicado tanto por su residual impulso moderno de planificación social centralizada y de comprensión sistemática, como por su emergente impulso posmoderno de rechazar tal visión divina y dejarse llevar -’de cualquier manera’, según la desdeñosa frase de Boorstin- por la corriente subyacente.
La solución innovadora para estos fotógrafos, como también lo fue para un amplio sector de intelectuales públicos, iba a desarrollarse primero partiendo de medios formales abstractos. En palabras de uno de los principales teóricos del urbanismo, por ejemplo, consistía en elaborar ‘una conexión íntima y visible desde el detalle más pequeño hasta la estructura total’ para sintetizar ‘un patrón completo, un patrón que sólo se percibiría gradualmente y que se desarrollaría mediante experiencias secuenciales, invertidas e interrumpidas según el caso’ en una ‘continuidad en la que cada parte fluye de la siguiente, (generando) una sensación de interconexión en todos los niveles y en cualquier dirección’.
La interpretación de este patrón, este plan local-global, esta forma de totalidad social visible sólo cuando se ejecuta por sus participantes-observadores de la calle, era el principal problema estético que movía a los trabajos investigados aquí y que los distingue tanto de la visión divina, idealizadora y global de la modernidad anterior de la que intentaba alejarse, como de la visión consumista posmoderna que la desbancaría.
No había ni el más mínimo autoengaño, ni el menor rastro de ‘narcisismo social’ que Boorstin tanto temía, en esta aspiración. Sin embargo, y a pesar de su locura, a continuación destacaré el potencial épico de esta ambición. O, más bien, defenderé que es precisamente por esta locura -el carácter grandioso, épico, de su auto-imaginación, la ilusoria sobrehumanidad de que osara a rehacer un mundo que ya hacía mucho que había sido raptado a su visión por las dos perspectivas dominantes que limitaron su emergencia histórica- por lo que aún tiene algo que ofrecer en el momento presente. Podemos abordar el mismo tema de una manera diferente (y, por lo tanto, quizás entender mejor una clave o algún punto que nos puede ser útil ahora) si vemos este sueño como parte de los dos humanismos mayores y más importantes de la segunda mitad de siglo: el movimiento en defensa de los derechos civiles y el movimiento de descolonización. Eran emocionantes aquellos días en los que una ‘ideología emancipadora’, como dijo Prasenjit Duara al hablar de los descolonizadores, podía buscar simultáneamente y del mismo modo ‘liberar a la nación y humanizarse’. Fueron emocionantes aquellos días en los que se entendía que la visión política apelaba directamente a algo universalmente humano y primordial, cuando un discurso podía engañar al centinela emocional del cinismo y hacer resonar en el corazón un estribillo tan banal como ‘¡Que suene la libertad!’, aquellos en los que la Ilustración parecía de nuevo, momentáneamente, adquirir relevancia.
Por supuesto, el reto de los derechos civiles y la descolonización fueron movimientos sociales y políticos de impacto mundial a un nivel que no lo fueron los intelectuales modernos y la imaginación artística que tratamos aquí. Podría decirse que los movimientos sociales tuvieron éxito ideológico y que el impulso aquí descrito fracasó porque el primero tenía conceptos prácticos y concretos de nación para compensar e implementar la abstracción impracticablemente generalista de los derechos humanos, o de la ‘humanidad misma’, de la libertad o de la Ilustración, mientras que la última quedó presa de su etéreo universalismo moderno. Al igual que el Estado prusiano para Hegel, la Ilustración se imaginó para que se hiciera concreta y particular, aunque de manera imperfecta, en los distintos nacionalismos negros estadounidenses y en los neotradicionalismos que impulsaron los movimientos de soberanía nacional en Asia y África. Sus medios culturales -los espirituales de la esclavitud, las telas artesanales, los sarongs, los tambores y demás- llevaron a cabo gran parte del trabajo ideológico necesario para la descolonización y nacionalización al particularizar la identidad, al darle una nueva autonomía con respecto a las narrativas globales del colonialismo y de la industria esclavista transcontinental.
Sin embargo, desde nuestra perspectiva actual, en medio de otro período de realineamiento geopolítico dramático y trascendental y de una total reconfiguración político-psicológica, puede considerarse que dichos progresos también tuvieron sus límites, y que las cuestiones más generales -aquellas que las políticas de la identidad debían responder- pueden volver a surgir. ¿Cómo dar forma social a la autonomía, a la autorrealización humana, a la libertad? ¿Cómo definir, experimentar y ejercer de nuevo la relación del individuo con la colectividad? Este libro es una mirada hacia atrás, a un momento en el que estas preguntas aún se estaban planteando, antes de que las respuestas se cristalizaran en identidades, instituciones y corrientes críticas específicas, y antes de que las mismas preguntas llegaran a parecer competencia exclusiva de la juventud, de un período histórico delimitado o de la ingenuidad. Por un momento, la fotografía encarnó la promesa de realizar el mismo tipo de trabajo ideológico que hacían los espirituales, los sarongs, las telas tejidas en casa y demás -el trabajo de la Ilustración entendido como identidad, como nación-, pero desde ahora a escala global.
Por supuesto que ésta era y es una contradicción imposible e ideológica en grado sumo, un intento vano de reconciliar lo universal con lo particular, de hacer concordar la otredad y la identidad, y que sirvió poco más que para preparar el camino para las primeras incursiones de una visión del mundo en que todo-es-un-bien-de-consumo, cuyo resentido y reactivo reverso nos resulta tan conocido actualmente. Pero los proyectos fotográficos que tratamos en este libro al menos esperaban poder hacer lo contrario: poder personificar la contradicción y adoptar como esencia de su carácter nacional la insolubilidad entre lo general y lo particular, entre lo colectivo y lo individual. En otras palabras, pensaron que el narcisismo social de la fotografía, su capacidad para dar forma a ‘nuestros aspectos menos individualizados y más anónimos’, les permitiría vivir la abstracción del mismo modo que Gandhi y sus seguidores vivieron el satyagraha, para personificar la no-identidad como Gandhi y sus seguidores personificaron la no-cooperación no-violenta. La fotografía tenía que ser su expresión cultural primordial, su respuesta existencial al mundo de posguerra, la expresión más profunda de la subjetividad política globalizada ante la perspectiva de una III Guerra Mundial nuclear.
Era un gran sueño de renovación de la vitalidad humana, pero en un abrir y cerrar de ojos pasó a convertirse en lo que ahora parece que era su inevitable consecuencia final: la mortal contradicción entre el consumidor global y su otro fundamentalista, que brota en su lugar.
[tomado de la web de Gustavo Gili]
Copyright del texto: sus autores
Copyright de la edición: Editorial Gustavo Gili SL
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