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(C)HOLLYWOOD / EL ARTE DE SANAR
Gustavo Buntinx
Escribo pocas horas antes de definirse el llamado Óscar a la mejor película extranjera. Como es harto sabido, un filme peruano –La teta asustada– ha llegado a ser uno de los cinco finalistas para ese reconocimiento, tan ansiado por muchos, aunque no el más serio o apreciable: el Óscar es sin duda el premio mayor del cine-industria, pero el del cine-arte es el Oso de la Berlinale. Y esa presea, esa proeza, ha sido ya lograda por la extraordinaria obra de Claudia Llosa y su milagroso equipo.
Pero la mía, claro, no es ni pretende ser una posición objetiva. Me siento intensamente cercano a esta película y a la anterior de su directora, Madeinusa, por razones varias que van de lo político a lo artístico a lo personal. A lo familiar incluso: mi esposa, Susana Torres, ha compartido con Patricia Bueno la dirección artística de los dos largometrajes de Llosa. Quien sienta que esta circuntancia, transparente y admitida, descalifica mis opiniones sobre el tema, queda cordialmente invitado a prescindir de ellas.
Pero no es sobre la película en sí que quisiera ahora reflexionar, sino sobre su condición de síntoma y vector de una situación más amplia y decisiva. El quiebre crucial que desde la caída de Fujimori se viene experimentando en la historia de nuestros ánimos y mentalidades. Tras dos décadas traumáticas de guerra civil y dictadura el Perú vislumbra ya el tránsito de las culturas de la aflicción y de la queja a las de de una autoafirmación positiva. Una revolución de la autoestima que construye orgullos propios aprendiendo a no reprimir sino productivizar la diferencia.
Es lo que a su manera manifiesta el dibujo que colma la carátula última (5 marzo 2010) de El Otorongo, el suplemento humorístico del diario limeño Perú.21. Sin entrar a discutir aquí las calidades gráficas de esa imagen, me importa destacar el gesto triunfador con el que Magaly Solier –la protagonista ayacuchana de la película– hace suyo no sólo el codiciado trofeo áureo (y fálico) sino además el sistema entero de consagraciones que en él se expresa: atención al detalle crucial de la letra "C" mayúscula que se añade al consabido letrero de Hollywood para transformarlo, travestirlo, en nuestro popular "Chollywood". Ese juego alfabético es de antigua data, pero por ello mismo adquiere aquí un renovado y subversivo sentido al convertir en símbolo de valoraciones afirmativas un término por lo general utilizado para fines risueños o despectivos. El inevitable componente andino de nuestra construcción cultural deja ya de ser un lastre a ser ironizado o disimulado para constituirse en un poder distintivo.
De allí, tal vez, el proceso impresionante de identificación masiva y sin precedentes con La teta asustada que se viene desarrollando entre la población peruana más amplia. Una adhesión emocional que por momentos pareciera asemejarse a ciertas euforias generadas en torno a nuestros escasos logros deportivos. Hay, por ejemplo, algo revelador en el lenguaje de los radioescuchas que llaman a las emisoras para expresar, en primera persona plural, su confianza casi unánime en poder alcanzar este nuevo reconocimiento internacional: "nosotros vamos a ganar", es la frase característica con que los peruanos se apropian de La teta asustada, la hacen suya en los términos más personales. Acaso también porque les habla desde las más personales violencias sufridas por nuestra comunidad imaginada.
Poco importa, entonces, que las probabilidades de realmente obtener el Óscar sean más bien remotas: a diferencia de lo que acontece con las demás películas en competencia (todas ellas notables, por cierto) no existen en nuestra economía cinematográfica las fortunas necesarias para promover debidamente La teta asustada entre los miles de miembros de la academia norteamericana cuyo voto masivo define la consagración oficial. La consagración verdadera, sin embargo, es otra. Y se vincula a una transformación cultural que es también profunda, raigalmente política. Como en el propio filme: un arte de sanar.
Pero la mía, claro, no es ni pretende ser una posición objetiva. Me siento intensamente cercano a esta película y a la anterior de su directora, Madeinusa, por razones varias que van de lo político a lo artístico a lo personal. A lo familiar incluso: mi esposa, Susana Torres, ha compartido con Patricia Bueno la dirección artística de los dos largometrajes de Llosa. Quien sienta que esta circuntancia, transparente y admitida, descalifica mis opiniones sobre el tema, queda cordialmente invitado a prescindir de ellas.
Pero no es sobre la película en sí que quisiera ahora reflexionar, sino sobre su condición de síntoma y vector de una situación más amplia y decisiva. El quiebre crucial que desde la caída de Fujimori se viene experimentando en la historia de nuestros ánimos y mentalidades. Tras dos décadas traumáticas de guerra civil y dictadura el Perú vislumbra ya el tránsito de las culturas de la aflicción y de la queja a las de de una autoafirmación positiva. Una revolución de la autoestima que construye orgullos propios aprendiendo a no reprimir sino productivizar la diferencia.
Es lo que a su manera manifiesta el dibujo que colma la carátula última (5 marzo 2010) de El Otorongo, el suplemento humorístico del diario limeño Perú.21. Sin entrar a discutir aquí las calidades gráficas de esa imagen, me importa destacar el gesto triunfador con el que Magaly Solier –la protagonista ayacuchana de la película– hace suyo no sólo el codiciado trofeo áureo (y fálico) sino además el sistema entero de consagraciones que en él se expresa: atención al detalle crucial de la letra "C" mayúscula que se añade al consabido letrero de Hollywood para transformarlo, travestirlo, en nuestro popular "Chollywood". Ese juego alfabético es de antigua data, pero por ello mismo adquiere aquí un renovado y subversivo sentido al convertir en símbolo de valoraciones afirmativas un término por lo general utilizado para fines risueños o despectivos. El inevitable componente andino de nuestra construcción cultural deja ya de ser un lastre a ser ironizado o disimulado para constituirse en un poder distintivo.
De allí, tal vez, el proceso impresionante de identificación masiva y sin precedentes con La teta asustada que se viene desarrollando entre la población peruana más amplia. Una adhesión emocional que por momentos pareciera asemejarse a ciertas euforias generadas en torno a nuestros escasos logros deportivos. Hay, por ejemplo, algo revelador en el lenguaje de los radioescuchas que llaman a las emisoras para expresar, en primera persona plural, su confianza casi unánime en poder alcanzar este nuevo reconocimiento internacional: "nosotros vamos a ganar", es la frase característica con que los peruanos se apropian de La teta asustada, la hacen suya en los términos más personales. Acaso también porque les habla desde las más personales violencias sufridas por nuestra comunidad imaginada.
Poco importa, entonces, que las probabilidades de realmente obtener el Óscar sean más bien remotas: a diferencia de lo que acontece con las demás películas en competencia (todas ellas notables, por cierto) no existen en nuestra economía cinematográfica las fortunas necesarias para promover debidamente La teta asustada entre los miles de miembros de la academia norteamericana cuyo voto masivo define la consagración oficial. La consagración verdadera, sin embargo, es otra. Y se vincula a una transformación cultural que es también profunda, raigalmente política. Como en el propio filme: un arte de sanar.
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