sábado, agosto 22, 2009

Potentia Gaudendi - Beatríz Preciado

Para comprender cómo y por qué la sexualidad y el cuerpo, el cuerpo excitable, irrumpen en el centro de la acción política hasta llegar a ser objetos de una gestión estatal e industrial minuciosa a partir de finales del siglo XIX, es preciso elaborar un nuevo concepto filosófico equivalente en el dominio farmacopornográfico al concepto de fuerza de trabajo en el dominio de la economía clásica. Nombro la noción de «fuerza orgásmica» o potentia gaudendi [1]: se trata de la potencia (actual o virtual) de excitación (total) de un cuerpo. Esta potencia es una capacidad indeterminada, no tiene género, no es ni femenina ni masculina, ni humana ni animal, ni animada ni inanimada, no se dirige primariamente a lo femenino ni a lo masculino, no conoce la diferencia entre heterosexualidad y homosexualidad, no diferencia entre el objeto y el sujeto, no sabe tampoco la diferencia entre ser excitado, excitar o excitarse-con. No privilegia un órgano sobre otro: el pene no posee más fuerza orgásmica que la vagina, el ojo o el dedo de un pie. La fuerza orgásmica es la suma de la potencialidad de excitación inherente a cada molécula viva. La fuerza orgásmica no busca su resolución inmediata, sino que aspira a extenderse en el espacio y en el tiempo, a todo y a todos, en todo lugar y en todo momento. Es fuerza que transforma el mundo en placer-con. La fuerza orgásmica reúne al mismo tiempo todas las fuerzas somáticas y psíquicas, pone en juego todos los recursos bioquímicos y todas las estructuras del alma.

En el capitalismo farmacopornográfico, la fuerza de trabajo ha revelado su verdadero sustrato: fuerza orgásmica, potentia gaudendi. Lo que el capitalismo actual pone a trabajar es la potencia de correrse como tal, ya sea en su forma farmacológica (molécula digestible que se activará en el cuerpo del consumidor), en forma de representación pornográfica (como signo semiótico-técnico convertible en dato numérico y transferible a soportes informáticos, televisuales o telefónicos) o en su forma de servicio sexual (como entidad farmacopornográfica viva cuya fuerza orgásmica y cuyo volumen afectivo son puestos al servicio de un consumidor por un determinado tiempo bajo un contrato más o menos formal de venta de servicio sexuales).

Lo que caracteriza a la potentia gaudendi no es solo su carácter no permanente y altamente maleable, sino, y sobre todo, su imposibilidad de ser poseída o conservada. La potentia gaudendi, como fundamento energético del farmacopornismo, no se deja reducir a objeto ni puede transformarse en propiedad privada. No solo no puedo poseer ni conservar la potentia gaudendi de otro, sino que tampoco puedo poseer ni conservar aquella que aparece como mía. La potentia gaudendi existe únicamente como evento, relación, práctica, devenir.

La fuerza orgásmica es al mismo tiempo la más abstracta y la más material de todas las fuerzas de trabajo, inextricablemente carnal y numérica, viscosa y digitalizable. Ah, gloria fantasmática o molecular transformable en capital.

El cuerpo polisexual vivo es el sustrato de la fuerza orgásmica. Este cuerpo no se reduce a un cuerpo pre-discursivo, ni tiene sus límites en la envoltura carnal que la piel bordea. Esta vida no puede entenderse como un sustrato biológico fuera de los entramados de producción y cultivo propios de la tecnociencia. Este cuerpo es una entidad tecnoviva multiconectada que incorpora tecnología [2]. Ni organismo, ni máquina: tecnocuerpo. En los años cincuenta, McLuhan, BuckMister Fuller y Wiener lo habían intuido: las tecnologías de la comunicación funcionaban como extensiones del cuerpo. Hoy la situación parece mucho más compleja: el cuerpo individual funciona como una extensión de las tecnologías globales de comunicación. Dicho con la feminista americana Donna Haraway, el cuerpo del siglo XXI es una plataforma tecnoviva, el resultado de una implosión irreversible de sujeto y objeto, de lo natural y lo artificial. De ahí que la noción misma de «vida» resulte arcaica para identificar los actores de esta nueva tecnoecología. Por ello, Donna Haraway prefiere la noción de «tecnobiopoder» a la foucaultiana de «biopoder», puesto que ya no se trata de poder sobre la vida, de poder de gestionar y maximizar la vida, como quería Foucault, sino de poder y control sobre un todo tecnovivo conectado [3].

En el circuito de tecnoproducción de excitación no hay ni cuerpos vivos ni cuerpos muertos, sino conectores presentes o ausentes, actuales o virtuales. Las imágenes, los virus, los programas informáticos, los ínternautas, las voces que responden a los teléfonos rosas, los fármacos, y los animales de laboratorio en los que estos son testados, los embriones congelados, las células madre, las moléculas de alcaloides activos... no presentan en la actual economía global un valor en tanto que «vivos» o «muertos», sino en tanto que integrables en una bíoelectrónica de la excitación global o no. Haraway nos recuerda que «las figuras del cyborg, así como la semilla, el chip, el gen, la base de datos, la bomba, el feto, la raza, el cerebro y el ecosistema, descienden de implosiones de sujetos y objetos, de lo natural y lo artificial» [4]. En este sentido, todo cuerpo, incluso un cuerpo «muerto», puede suscitar fuerza orgásmica, y por tanto ser portador de potencia de producción de capital sexual. Esta fuerza que se deja convertir en capital no reside en el bios, tal como se entiende desde Aristóteles hasta Darwin, sino en el tecnoeros, en el cuerpo tecnovivo encantado y su cibernética amorosa. De aquí la conclusión: tanto biopolítica (política de control y producción de la vida) como tanatopolítica (política de control y gestión de la muerte) funcionan como farmacopornopolíticas, gestiones planetarias de la potentía gaudendi.

El sexo, los órganos sexuales, el pensamiento, la atracción, se desplazan al centro de la gestión tecnopolítica en la medida en la que está en juego la posibilidad de sacarle provecho a la fuerza orgásmica. Si los teóricos del postfordismo se interesan por el trabajo inmaterial, por el «trabajo no-objetividad» [5], por «el trabajo afectivo» [6], a los teóricos del capitalismo farmacopornográfico nos interesa el trabajo sexual como proceso de subjetivación, abriendo la posibilidad de hacer del sujeto una reserva interminable de corrida planetaria transformable en capital, en abstracción, en dígito.

No debemos leer esta teoría de la «fuerza orgásmica» a través de un prisma hegeliano paranoico o rousseauniano utópico/distópico: el mercado no es un poder exterior que viene a expropiar, reprimir o controlar los instintos sexuales del individuo. Nos enfrentamos, por el contrario, a la más difícil de las situaciones políticas: el cuerpo no conoce su fuerza orgásmica hasta que no la pone a trabajar.

La fuerza orgásmica en tanto que fuerza de trabajo se ha visto progresivamente regulada por un estricto control tecnobiopolítico. La misma relación de compra/venta y de dependencia que unía al capitalista y al obrero regía hasta hace poco la relación entre los géneros como relación entre eyaculador y faciliatador de eyaculación. De aquí la definición: lo femenino, lejos de ser una naturaleza, es la cualidad que cobra la fuerza orgásmica cuando puede ser convertida en mercancía, en objeto de intercambio económico, es decir, en trabajo. Evidentemente un cuerpo masculino puede ocupar (y, de hecho, ocupa ya) en el mercado de trabajo sexual una posición de género femenina, es decir, puede ver su potencia orgásmica reducida a capacidad de trabajo.

Pero el control de la potencia orgásmica no define únicamente la diferencia de género, la dicotomía femenino/masculino; sino también, y de modo más general, la diferencia tecnobiopolítica entre heterosexualidad y homosexualidad. La patologización de la masturbación y de la homosexualidad en el siglo XIX acompaña a la constitución de un régimen en el que la fuerza orgásmica colectiva es puesta a trabajar en función de la reproducción heterosexual de la especie. Esta situación se verá drásticamente transformada con la posibilidad de sacar beneficios de la masturbación a través del dispositivo pornográfico y de controlar técnicamente la reproducción sexual a través de la pildora y de la inseminación artificial.

Si pensamos, siguiendo a Marx, que «la fuerza de trabajo no es el trabajo realmente realizado, sino la simple potencia de trabajar» [7], entonces habrá que decir que cualquier cuerpo, humano o animal, real o virtual, femenino o masculino posee esta potencia masturbatoria, potencia de hacer eyacular, potentia gaudendi, por tanto, potencia productora de capital fijo —puesto que participa en el proceso productivo sin consumirse en el proceso mismo—. Hasta ahora hemos conocido una relación directa entre pornificación del cuerpo y grado de opresión. Así, los cuerpos históricamente más pornificados han sido el cuerpo de la mujer, el cuerpo infantil, el cuerpo racializado del esclavo, el cuerpo del joven trabajador, el cuerpo homosexual. Pero no hay relación ontológica entre anatomía y potentia gaudendi. Corresponde al escritor francés Michel Houellebecq el mérito de haber sabido dibujar una fabulación distópica de este nuevo poder del capitalismo global para fabricar la megafurcia y el megapollón: en este contexto, el nuevo sujeto hegemónico es un cuerpo (a menudo codificado como masculino, blanco, heterosexual) farmacopornográficamente suplementado (por el Viagra, la cocaína, la pornografía, etc.), consumidor de servicios sexuales pauperizados (a menudo ejercidos por cuerpos codificados como femeninos, infantiles, racializados):

[...] "Cuando puede, el occidental trabaja; su trabajo suele aburrirle o exasperarle, pero él finge que le interesa. A los cincuenta años, cansado de la enseñanza, de las matemáticas y de todo lo demás, decidí descubrir el mundo. Acababa de divorciarme por tercera vez; a nivel sexual, no esperaba nada de particular. Primero viajé a Tailandia; inmediatamente después fui a Madagascar. Desde entonces no he vuelto a follar con una blanca; ni siquiera he vuelto a tener ganas de hacerlo. Créame —dijo, poniendo una mano firme en el antebrazo de Lionel—, ya no encontrará en una blanca el coño suave, dócil, flexible y musculoso, todo eso ha desaparecido por completo" [8].

Aquí la potencia no se encuentra simplemente en el cuerpo («femenino» o «infantil») como espacio tradicionalmente imaginado como prediscursivo y natural, sino en un conjunto de representaciones que lo transforman en sexual y deseable. Se trata en todo caso de un cuerpo siempre farmacopornográfico, un cuerpo efecto de un amplio dispositivo de representación y producción cultural.

Revelar nuestra condición de trabajadores/consumidores farmacopornográficos es la condición de posibilidad de toda teoría crítica contemporánea. Si la actual teoría de la feminización del trabajo esconde el cum-shot, la eyaculación videográfica detrás de la pantalla de la comunicación cooperante, es quizá porque los filósofos de la biopolítica, a diferencia de Houellebecq, prefieren no revelar su calidad de clientes del farmacopornomercado global.

En el primer tomo de Homo Sacer, Giorgio Agamben retoma el concepto de «vida desnuda» de Walter Benjamín para designar el estatuto biopolítico del sujeto después de Auschwitz, cuyo paradigma serían el interno del campo de concentración o el inmigrante ilegal retenido en un centro de permanencia temporal: ser reducido a existencia física, despojado de todo estatuto jurídico o de ciudadanía [9]. Podríamos añadir a esta noción de vida desnuda la de «vida farmacopornográfica», pues lo propio del cuerpo despojado de todo estatuto legal o político en nuestras sociedades postindustriales es servir como fuente de producción de potentia gaudendi. En este sentido, lo que caracterizaría a aquellos que según Agamben se ven reducidos a «vida desnuda» tanto en las sociedades democráticas como en los regímenes fascistas es precisamente poder ser objeto de una explotación farmacopornográfica máxima. Por ello no es de extrañar que códigos similares de representación pornográfica dominen las imágenes de los prisioneros de Abu Ghraib o Guantánamo, la representación erotizada de los adolescentes tailandeses y las páginas de Hot Magazine. Todos estos cuerpos funcionan ya, y de manera inagotable, como fuentes carnales y numéricas de capital eyaculante. La distinción aristotélica entre zoe y bios, vida animal desprovista de toda intencionalidad frente a la vida digna, vida dotada de sentido, de autodeterminación y sustrato del gobierno biopolítico, habría que sustituirla hoy por la distinción entre raw y bio-tech, entre crudo y biotecnoculturalmente producido, siendo esta última la condición de la vida en la era farmacopornista. La realidad biotecnológica desprovista de toda condición cívica (el cuerpo del emigrante, del deportado, del colonizado, de la actriz o del actor porno, de la trabajadora sexual, del animal de laboratorio, etc.) es la del corpus (ya no homo) pornograficus, cuya vida (condición técnica más que puramente biológica), desprovista de derechos de ciudadanía, autor y trabajo, está expuesta a y es construida por aparatos de autovigilancia, publicitación y mediatización globales. Y todo ello en nuestras democracias postindustriales no tanto bajo el modelo distópico del campo de concentración o de exterminio, fácilmente denunciable como dispositivo de control, sino formando parte de un burdel-laboratorio global integrado multimedia, en el que el control de los flujos y los afectos se lleva a cabo a través de la forma pop de la excitación-frustración.

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NOTAS

(1) Trabajo aquí a partir de la noción de «potencia de actuar o fuerza de existir» que, a partir de la noción griega de dynamis y de su correlato metafísico escolástico, elaborara Spinoza. Véanse Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Trotta, Madrid, 2000; y Gilíes Deleuze, Spinoza, Cours de Vincennes, 1978-1980. Curso disponible en la página de la Université Paris 8 dedicada a Deleuze.
(2) Donna Haraway, Testigo_Modesto@Segundo Milenio. HombreHembra Conoce Oncoratón, Feminismo y tecnociencia, UOC, Barcelona, 2004, pág. 29.
(3) Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1995.
(4) Donna Haraway, op. cit., 2004, pág. 29.
(5) Paolo Virno, Gramática de la multitud, op. cit., pág. 85.
(6) Michael Hardt y Toni Negri, Multitudes, op. cit., pág. 134.
(7) Paolo Virno, op. cit., pág. 18.
(8) Michel Houellebecq, Plataforma, Anagrama, Barcelona, 2004, pág. 104.
(9) Giorgio Agamben, Homo Sacer: el poder soberano y la nuda vida, vol. I, Pre-Textos, Valencia, 1998.

["Potentia Gaudendi" es un capítulo de Testo Yonqui, libro de Beatríz Preciado editado por Espasa. Visto en nuestro funeral y salon kritik]

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