miércoles, abril 08, 2009

Una nota sobre el arte y la política. A propósito de El Ojo que Llora


Hace poco menos de una semana, y en deliberada coincidencia con la sentencia que iba a emitir el Poder Judicial sobre Alberto Fujimori, que se intuía sería acusatoria y condenatoria, hubo un nuevo ataque a la escultura El Ojo que llora de Lika Mutal. Este ataque ha dejado nuevamente mutilada la escultura, instalada en el Campo de Marte en alusión a las víctimas de la guerra interna

No obstante, antes que hacer un reproche inútilmente moralista sobre esta violencia salvaje, es significativo pensar lo que el ataque en sí mismo revela en tanto elemento perturbador. Y más aún, importa con ello pensar también en las posibilidades mismas de un arte capaz de reactivar la dimensión crítica inherente a la esfera pública, señalando esa dimensión irresuelta y punzante de una(s) memoria(s) hasta hoy continuamente minimizada. Felipe Mayuri Poma en un comentario en su blog sobre este mismo suceso señala que la escultura "se ha vuelto un hito fronterizo y visual entre dos grupos" y que por ello "debe derribarse -no literalmente ni en forma física- convirtiéndose en un SÍMBOLO de la unificación del país por encima de la memoria de las víctimas de la violencia". Yo no puedo estar nada de acuerdo. Por una razón, y es que la dimensión política del arte no puede estar dirigida ha generar aparentes consensos, sino por el contrario a redibujar los antagonismos, generando espacios de disidencia que puedan hacer frente al consenso facilista y despolitizador que habitualmente se espera.

La capacidad simbólica y reparadora de esta pieza no tiene que ver con ese "unificar" el país o los puntos de vista, sino por el contrario hacerlos hablar desde su diferencia irreconciliada. La obra misma en toda su capacidad de diferir: en tanto elemento distinto, que marca su diferencia (que habla desde la diferencia); pero también en tanto elemento permanentemente desplazado, cuyo movimiento pone a prueba permanentemente la distribución de los nombres (de aquellos nombres) en una comunidad. Y me importa decirlo porque cuando hablo de política aquí hablo de algo que escapa a los dominios del Estado, más aún, es la ruptura deliberada de la lógica de las 'posiciones' que parece definir quien tiene acceso competente a la acción y a la palabra.

Y 'hablar' no es aquí un acto particularmente menor, ya que los ataques sobre la escultura parecen insistir en decir que hay un grupo de sujetos que se creen con la potestad de decidir quienes merecen ser recordados y quienes no, quienes tienen derecho a la voz y quienes no. La politicidad de esta obra (del arte mismo) es esa posibilidad de que, desde el anonimato -al cual tanto miedo le tiene el Estado por su capacidad elusiva de escapar a toda forma de control identario-, emerja un decir incorrecto, inautorizado, permitiendo enunciar a quienes aparentemente no están facultados para hacerlo. Hay en ese acto -acto estético también- la posibilidad radical de repensar el proyecto democrático en tanto comunidad del litigio, reconfigurando políticamente desde el disenso el espacio común y la distribución de los sujetos que habitan esa comunidad. La dimensión política del arte.

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Reproduzco al inicio el artículo publicado el pasado viernes 3 de abril en el diario La República. Otro comentario sobre el tema, de Gustavo Buntinx, puede verse en la Bitácora de Micromuseo.

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