El blog de YPSite ha comentado también a propósito de este artículo y plantea las siguientes preguntas: "¿Es necesario adaptar las instituciones museísticas a un nuevo estado de cosas o es mejor pensar que son modelos centralizadores, jerárquicos por naturaleza y obsoletos para las formas de entender la creación y la cultura actualmente? ¿Por qué pensar que una estructura tan significada y deutora de una forma muy homogenea de pensar la cultura ha de ser la base de un futuro modelo de acceder a la cultura o al arte contemporaneo?" Yo me haría las mismas preguntas pero de modo inverso. Es decir, por qué habríamos de pensar a priori que un 'museo' es de por sí ya un modelo centralizador, jerárquico y obsoleto, incapaz de generar incisiones en la esfera pública. Las posibilidades de entender y producir cultura desde los museos es singular, y creo que es poco productivo compararlo con otros dispositivos vivos de producción cultural. Que gran parte de las políticas museísticas globales tengan un mínimo interés en asumir tal función desde su dimensión política de interpelación pública, y estén habitualmente entregadas a la espectacularización de las industrias culturales, no implica que no sea posible generar procesos de subjetivación crítica desde el ámbito del museo.
Pero ante todo cabría preguntarnos cuál es el papel que asignamos al museo en el espacio social: ¿lo entendemos como ese lugar donde "se deja morir el arte del pasado" como aduce Valèry al asociar 'museo' y 'mausoleo', o acaso como un espacio vivo en alianza directa con el movimiento social del presente? Ya alguna vez lo señalé en este blog, y es que desde mi punto de vista esa activación política del museo debe sobrepasar la organización de exposiciones, obligándolo a redefinir constantemente sus límites y dinámicas de intercambio, abriendo preguntas que impugnen su propio lugar y el lugar del arte en esos procesos: ¿qué es un museo?, ¿qué es lo público?, ¿qué es una colección?
Queda claro que activar políticamente no quiere implicar aquí realizar exposiciones de 'arte político' (ello equivaldría a poner nuevamente 'las cosas en su lugar', lo cual es la forma más efectiva de despolitización), sino posibilitar nuevas formas de imaginar lo social. Poniendo a disposición colectiva saberes que puedan desbaratar la relación habitualmente jerárquica del museo con el público, a fin de que ello permita construir nuevos espacios potenciales de articulación social, incluso en oposición al propio museo. Y quizá sea allí desde donde resulte posible pensar el museo como un espacio de empoderamiento subjetivo y transformación política. Desde esa dimensión molecular, que si nos empeñamos en ver únicamente desde su aspecto mastodóntico siempre terminará aplastando todo intento crítico antes de ser realizado.
El Museo no puede ser puesto a competir con otros espacios de producción de cultura viva en valorización generales que atañan su pertinencia en el presente (será siempre más o menos adecuado en función de con qué lo ubiquemos), sino que debe ser pensando como una posibilidad más de poner en crisis los consensos. Pero está claro que resulta difícil encontrar instituciones dispuestas asumir esta tarea política. Y aunque uno pueda considerar de antemano que tal objetivo crítico no está más que destinado al fracaso, no puedo evitar seguir pensando en la necesidad de ello. Abdicar desde el lugar de la institución implica entregarla por completo a las administraciones neoliberales y conservadores ya multiplicadas en el planeta, pero más aún implicaría abandonar la posibilidad de seguir imaginando al museo como parte de la construcción de una esfera pública del disenso. Un espacio que permita redirigir las preguntas hacia los marcos de visibilidad y representación ya están inscritos cotidianamente en la práctica social. ¿Qué se da a ver? ¿Cómo se da a ver? ¿Para quién se da a ver? He ahí la dimensión política del museo.
Reproduzco ahora el texto de Manolo Borja-Villel aparecido el sábado pasado en Babelia.
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Museos del Sur
por: Manuel Borja-Villel
La nuestra es una época de crisis que, según Immanuel Wallerstein, es sistémica. Por ello es importante que los museos elaboren paradigmas históricos que nos ayuden a entender mejor el mundo en que vivimos. Necesitamos comprender el presente con relación al pasado y pensar las posibilidades que el futuro nos depara. El museo tiene la obligación de apuntar a ciertos caminos y no a otros. Y esa elección nunca puede ser técnica ni dictada por una racionalidad formal, sino que entraña lo que Max Weber denominó racionalidad substantiva. Cuando el "todo vale" es la norma y la confusión de ideas es general, esta elección o serie de elecciones se perciben a veces como rígidas, elitistas o dogmáticas. Cuántas veces hemos oído las voces apesadumbradas de aquellos que piden una especie de eclecticismo de nuevo cuño como forma de salvaguardar una pretendida democratización de la cultura. Sin embargo, la racionalidad substantiva es todo lo contrario, es el ejercicio de reconciliar lo que aprendemos de la ciencia y la moralidad y denota siempre una elección ética.
La mayoría de la humanidad no goza de nuestros "avances" técnicos y culturales, sino que constituye el Sur geopolítico del que habla Enrique Dussel y representa la otra cara de la modernidad. Ese Sur no está situado en un periodo pre o posmoderno, el tiempo anterior a una modernidad que se realizará en cuanto se apliquen los mismos criterios que han servido para Europa y Estados Unidos. No se trata del estadio menos evolucionado de un proceso único, porque estamos en un mundo en que el centro presupone la periferia y viceversa; y el desarrollo del primero está totalmente relacionado con el de la segunda. El problema reside en que esta otra modernidad es subalterna, no tiene voz. Ha de acatar nuestras reglas, ya que se considera que éstas son generales.
La concepción modernista de la historia buscó sus orígenes en la Ilustración, en la razón pura de Kant, que indica una visión del mundo idealista y eurocéntrica. La modernidad se inició con la expansión de Europa en el mundo y con la centralidad que ésta se autoconfirió, por la que no sólo dominó el sistema mundo, sino que ignoró la existencia del Otro. Europa imaginó su historia particular como si fuese universal y lo que realizó como centro de poder se lo atribuyó a su propia creatividad, como sistema cerrado, autónomo y autorreferencial. Nunca se definió como un centro hegemónico desde donde se controlaba la información, se procesaba el aprendizaje y se edificaban las instituciones que permitían una mayor acumulación de riqueza en la metrópoli, explotando sistemáticamente a la periferia. No advertirlo es obviar la violencia de la colonización europea.
La forma de romper este orden discursivo consiste en que la razón instrumental vaya acompañada de un criterio ético, que es siempre exterior al poder establecido y habilita la interpelación de la Totalidad por el Otro. La interpelación -el acto del habla que le permite hablar al que queda fuera de nuestra construcción discursiva, es decir, al que está afuera de nuestro sistema de inteligibilidad- es el momento de esa exterioridad, de un ser otro, diferente de la comunidad institucional oficial que sólo defiende sus intereses. Esta exterioridad no niega la comunidad, sino que la descubre como lugar de convergencia de personas y grupos libres para estar en desacuerdo. El interpelar, al actuar siempre desde el exterior del derecho vigente, se opone por definición al consenso y a la historia que excluye; y su argumentación es siempre radical y difícilmente aceptada. Si el discurso oficial deja al dominador del centro en total inocencia de las posibles crueldades cometidas en la periferia durante la modernidad, la interpelación las denuncia.
¿Qué pasa, sin embargo, si sustituimos el ego cogito de Descartes por el ego conquiro de Hernán Cortés? Nos damos cuenta de que la modernidad no comienza en el siglo XVIII, sino en el XVI con la conquista de América por los reinos peninsulares. Es entonces cuando se produce lo que Marx denominó acumulación originaria y se empieza a conformar la organización mundial actual. Si esto es así, deberíamos pensar que no existe una única modernidad, sino múltiples y que éstas son interdependientes entre sí, a la vez que tienen impulsos diversos y se pueden originar en momentos distintos. También tendríamos que reconocer que, en el plano artístico, una de estas modernidades, al menos la relacionada con el mundo iberoamericano, empieza con el barroco, esto es, con una cultura teatral, basada en la multiplicidad y el pliegue. De esta forma, manifestaciones plásticas como las de Lygia Clark, Hèlio Oiticica o Gego tienen su sentido, no tanto porque sean artistas fundamentales para entender la modernidad que nos ha venido dada desde Europa y Estados Unidos, sino para aprehender otras prácticas estéticas y políticas.
¿Qué hacer ante un pasado en el que no nos reconocemos y un presente que no nos gusta? ¿Cuál es la función del museo en el mundo contemporáneo? ¿Existe alguna alternativa al museo moderno o al que responde a la cultura del espectáculo? Me gustaría pensar que sí. El museo se mueve entre la subversión y la absorción, la pasividad contemplativa y la ruptura activa, el Estado y la multitud, la creación y el mercado. Por un lado, es cierto que es muy difícil pensar que las formas artísticas puedan abolir las fronteras; pero, por otro, también lo es que sirven para desplazarlas. En un tiempo en el que todos los centros de arte han entrado en una espiral sin límites hacia la ampliación de edificios y franquicias, en que el capitalismo ha alcanzado una expansión que no conoce fin, quizás ha llegado la hora de un cierto repliegue, en el sentido que Pasolini le daba al término: no un giro hacia adentro, sino hacia afuera. La atención a la frágil vida de los cuerpos, la hostilidad hacia la cosificación de nuestra existencia, la manifestación explícita de la desaparición de la frontera entre lo público y lo privado son algunos de los elementos más interesantes de incisión política.
El Museo Reina Sofía está hoy en una situación privilegiada para desempeñar un papel importante porque, a diferencia de los otros grandes centros de arte europeos y americanos, está todavía por hacer. Su estructura no se halla aprisionada por el corsé modernista, ni ha sido todavía absorbida por la cultura del espectáculo. Más aún, en ese Sur del que hablamos, en el que las instituciones son muy endebles, tiene la obligación política de proponer y promover una alternativa. Ésta se centraría en tres aspectos:
a) Una(s) narración(es) alternativa(s) a la historia moderna.
b) Nuevas formas de intermediación.
c) La consideración del espectador no como un sujeto pasivo ni consumidor, sino como agente, un sujeto político.
Un gran número de culturas tiende a fundamentar la historia de su arte y literatura en unos textos fundacionales que, al definir la naturaleza de su propia comunidad, tienen algo de sacralizado, absoluto y excluyente. Éstos asientan el núcleo de lo que en su momento se percibió como una comunidad amenazada a partir de la segregación de toda divergencia. Ése ha sido, sin duda, el origen de las grandes narraciones que han constituido la ideología dominante durante los siglos XIX y XX. Como sostiene Edouard Glissant, estos relatos, derivados de la escritura épica y casi escritos al dictado de los dioses, están íntimamente ligados con el objeto cerrado, la trascendencia, la inmovilidad corporal y con una especie de tradición de la consecución, que denominamos pensamiento lineal. Hoy, por el contrario, no resulta ya posible garantizar este tipo de unidad formal, impensable en un mundo que se ha hecho pequeño y en el que es perentoria la necesidad de inventar múltiples formas de relación que cuestionen nuestras estructuras mentales. Propugnamos, pues, una identidad relacional que no es única y atávica, sino rizomática, esto es, de raíz múltiple. Ésta comporta la apertura al otro y plantea la presencia de otras culturas y modos de hacer en nuestras propias prácticas, sin miedo a un hipotético peligro de disolución.
La historia ha pasado de escribirse como si estuviese constituida por grandes continentes a ser una especie de archipiélago. El autor entra así en tensión, al tratar de reflejar y relacionarse a la vez con su comunidad y con el mundo. El arte busca simultáneamente el absoluto y su opuesto, es decir, la escritura y la oralidad. No narramos ya desde la palestra privilegiada de la voz única, sino inmersos en una multiplicidad de micronarraciones cuya consecuencia es una nueva cartografía del arte. Ahora ya no se puede decir que Nueva York le robó a París la idea del arte moderno, porque ésta surge en múltiples sitios y porque no hay nada que robar, sólo relaciones que establecer y hacer visibles. Artistas que en la historiografía tradicional podían ser considerados secundarios, derivativos o simplemente tardíos, como Georges Vantongerloo o Mira Schendel, alcanzan su dimensión más compleja. Tienen poco que ver con las búsquedas modernistas y mucho, en cambio, con la fragilidad y expansividad de lo oral.
¿Cómo crear una memoria desde la oralidad? Teniendo en cuenta que coleccionar objetos significa a menudo transformarlos en mercancía, ¿cómo exponemos eventos sin que éstos sean fetichizados? ¿Cómo idear un museo que no monumentalice lo que explica? La respuesta pasa por pensar la colección en clave de archivo. Ambos son repositorios de los que muchas historias pueden ser extraídas y actualizadas. Pero, el archivo las "desauratiza", ya que incluye en el mismo nivel documentos, obras, libros, revistas, fotografías, etcétera. Rompe la autonomía estética, que separa el arte de su historia, replantea el vínculo entre objeto y documento, abre la posibilidad al descubrimiento de territorios nuevos, situados más allá de los designios de la moda o el mercado, e implica la pluralidad de lecturas. La correspondencia que se genera entre el hecho artístico y el archivo produce desplazamientos, derivas, narraciones alternativas y contra-modelos. Nos devuelve el conocimiento y la experiencia estética, y también la posibilidad de aprehender un momento histórico de un modo parecido al que explicaba Peter Weiss en La estética de la resistencia.
El archivo es un topos -un lugar- y un nomos -una norma-, ya que tiene el poder de interpretar los elementos archivados que dice esa ley, la recuerdan y llaman a su cumplimiento. El archivo no sólo garantiza la seguridad física del depósito y del soporte sino que también tiene competencia hermenéutica sobre los mismos. Una ciencia del archivo debe incluir, por tanto, la teoría de esa institucionalización, es decir, de la regla que comienza por inscribirse en ella y a la vez del derecho que la autoriza. Éste fija los límites declarados infranqueables, ya se trate del derecho de las familias o del Estado, los lazos entre lo secreto y lo no-secreto, o, lo que es lo mismo, entre lo privado y lo público, se trate del derecho de propiedad o de acceso, de publicación o de reproducción, de clasificación o de la puesta en orden. La democratización efectiva se mide siempre por este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y a su interpretación. Dar voz al otro significa que éste tenga capacidad de archivar y repensar su propia historia, de contárnosla. La solución pasaría por la constitución de un archivo universal, una especie de archivo de archivos, que no sólo sirviese para cuestionar la propiedad, sino también para dar voz, y escuchar, al que no la tiene.
Las historias requieren de una comunidad que las transmita, de mentes en las que reproducirse, de un terreno de cultivo que les permita evolucionar. Si no quieren mantener su carácter aurático, las narraciones han de cuestionar la noción de autor y renunciar a la idea del genio romántico. Ya no podemos pensar la historia como una sucesión de grandes personajes, ni siquiera como el individuo nómada del momento multicultural, sino como una muchedumbre de secundarios, la multitud anónima e hirviente de sucesos, destinos, movimientos y vicisitudes. El autor es un vehículo a través del cual la "biblioteca" de una comunidad busca replicarse a sí misma.
Es importante que estas historias se multipliquen y circulen lo máximo posible. Si el sistema económico de nuestra sociedad se basa en la escasez, lo que permite que los objetos de arte alcancen unos valores desorbitados, la nueva narrativa se sienta en el exceso, en una ordenación que escapa al criterio contable. En este caso, el que recibe las historias es sin duda más rico, pero el que las cede (narra) no es más pobre. Se trata de constituir federaciones de comunidades libres, un proceso que parte desde abajo y habla de autonomía más que de la toma del poder estatal. No se intenta ya educar a un Estado/nación de un modo uniforme. Tampoco se quiere evitar el vínculo con las instituciones, sino establecer redes y descubrir terrenos nuevos para las prácticas antagónicas. No basta con quejarse de la ingeniería de consenso que se nos impone, sino de manejar sus mentiras, ofreciendo unos mitos y preconstituyendo el terreno sobre el que se distorsionarán los hechos, con el objetivo de reconducir esa distorsión y producir desplazamientos de sentido.
[imagen: Sandra Gamarra, San Sebastián, óleo, 2008]
Los invito a visitar mi blog en el podrán encontrar mis últimos trabajos en arte la dirección es la siguiente:
ResponderBorrarwww.claudiotomassini.blogspot.com
Los saluda atentamente Claudio Tomassini
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ResponderBorrarEste texto tiene algunas ideas buenas aunque obvias, en medio de una gran cantidad de frases muy adornadas, algunas sin sentido. Es un vicio frecuente de algunos autores como este que le aconsejo evitar ahora que comienza a darle un contexto histórico a sus ideas.
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