Tras un paso rápido por el conversatorio en torno a la exposición Disgregar la escena, me quedaron varias ideas flotando por la cabeza. Llegué algo tarde al conversatorio y la discusión entonces giraba sobre la figura del curador, Lalo Quiroz hizo una reflexión importante en relación a lo poco habituado que estabamos todos a lidiar con la figura del curador, e incluso él mismo, habiendo hecho una curaduría, sentía que era un papel cuyo rol era poco conocido y discutido, y por eso mismo un lugar donde los modos de relación debían tejerse con cuidado.
Es interesante que un buen segmento del conversatoriohaya girado precisamente en torno al trabajo curatorial, lo que éste implica, y las condiciones locales que, como señaló Emilio Santisteban, exigían una doble alerta por parte del sujeto que asumía este trabajo, ya que las pocas instancias existentes hacía que ese poder tomara dimensiones que en otros contextos serían distintas.
Afirmaciones que se desplazaron sobre un aspecto quizá evidente pero también más complejo de lo que parece: "ser curador en el Perú es completamente diferente a serlo en cualquier otro país del escenario global". Lo cual me recordó inevitablemente gran parte del discurso de los 90s en torno a las implicancias de las políticas curatoriales en / desde América Latina, cuyas implicancias se fueron generando como un ejercicio de resistencia a la fagocitación de lo latinoamericano desde la mirada de lo exótico.
Pero volviendo a lo de ser curador en el Perú: otro aspecto que importante de advertir -en las intervenciones del conversatorio- es que tampoco parecía demasiado difícil serlo, de hecho tanto Emilio Santisteban como Lalo Quiroz, que entonces articulaban sus ideas, habían ejercido la curaduría. Lo cual no implica en ninguna medida que aquella accesibilidad amplia para ser 'curador' vaya en desmedro de la rigurosidad crítica de toda curaduría. Y es que lo que se señalaba tenía menos que ver con el sentido derrotista de lo 'triste' y 'adverso' asociado a la idea de este país -nada vinculado a los chistes sobre 'ser peruano es...'-, sino que apuntaba al horizonte inmediato de corrupción política recientemente atravesado, y tras del cual, frente al cual, o incluso a pesar del cual, el arte ha articulado su mirada sobre su pasado.
No hace falta ser historiador para percatarse que prácticamente todas las revisiones históricas del arte del Siglo XX se han generado en los últimos diez años. Desde 1997 hasta el presente, o para decirlo de otra manera, en un rango que inicia a la par de las marchas de los estudiantes universitarios frente a la dictadura hasta las recientes y vergonzosas palabras del ultraconservador Cardenal Cipriani atacando interesadamente a la CVR en su última misa del 30 de agosto. Y recuperar la memoria en esas condiciones, o construir incluso una memoria hasta hace poco inexistente del arte reciente, implica necesariamente asumir tal trabajo como una intervención que movilice y ponga en conflicto aquellos afectos e intereses. ¿En qué medida se ha logrado reensamblar esa memoria del arte crítico? pues es una pregunta que cabría hacernos viendo la última década a la distancia.
Y es que precisamente ese vacío es lo que ha movilizado varias de estas primeras incursiones de revisión históricas (desde El laberinto de la Choledad hasta Mallki, la exhumación simbólica del arte peruano, pasando por Tensiones Generacionales o La recuperación de la memoria, el primer siglo de la fotografía). Yo no puedo negar que para mí no hay estímulo más significativo que un proyecto expositivo o una mirada histórica con la cual discrepe profundamente, ya que precisamente en esa discrepancia, en esa necesidad de disentir, en ese deseo de alterar la dirección de tal discurso, se genera aquello que me permite pensar otros posibles, obligándome luego a generar escenarios de enunciación distintos.
Para resumir, digamos que toda esa primera deriva de discusión en torno a la curaduría si bien parecía hablarnos de una escena que había incorporado ya la figura del curador como elemento nodal de la construcción del arte reciente, también señalaba que su presencia era al mismo tiempo inestable y que era una zona para ser tomada de forma radical e inesperada (como cuando a Christians Luna se le ocurre hacer un proyecto curatorial otorgándole a cada artista 3 x 3 metros en el Parque Universitario, por ejemplo). Y es en ese cruce donde hay algo significativo que nos podría mover a otra dimensión del tema, quizá involutariamente desplazada en esta exposición. Es decir, el proyecto curatorial de Christians Luna está incluido como 'obra' dentro de Disgregar la escena.
Pero no me interesa aquí apuntar superficialmente a la aparente ambiguedad y status de la curaduría y su diferencia con la obra (si la curaduría debe ser o no 'obra', en la línea de algunos debates infructuosos que intentan resguardar a destiempo la mitificación de la obra de arte), sino que para mí lo significativo de ello tiene que ver con poder imaginar la curaduría como acción o como acto.
Un segundo punto, quizá retomado tardíamente en el conversatorio, implicaba ya directamente el lugar de la performance o de la acción en el contexto local. De hecho, el debate vía correo electrónico que existió en torno a la no inclusión de la obra de Jesús Vílchez insinuaba ya, de forma involuntaria, la falta de espacios y la carencia existente para (generar) plataformas de enunciación suficientes para la multiplicidad de discursos existentes. Sobre ello Emilio Santisteban hizo una observación interesante de forma general, y es que intento pensar si no resultaba contradictorio que uno genere un tipo de arte efímero (la acción) con la conciencia de que se hace desde la marginalidad para luego exigir con ello la luz de los reflectores. Pero esa aparente paradoja puede también ser no tan contradictoria en un contexto donde la dimensión de lo efímero se ha empezado a 'profesionalizar' sin demasiadas complicaciones, y donde ya lo 'efímero' no parece ser posible sin que esté debidamente mediado por un sistema adecuado de registro.
Santisteban habló también sobre lo que implicó hacer Lava la Bandera, con el Colectivo Sociedad Civil, y firmar entonces, ante la invitación del crítico chileno Justo Pastor Mellado para exhibir una muestra sobre el CSC en Chile, un documento-compromiso que rehusaba consensualmente (por los miembros del colectivo) a que esas acciones o sus vestigios formaran alguna vez parte del circuito de circulación del arte. Y claro, grande fue su sorpresa al ver luego esas imágenes y objetos circular en espacios de exhibición en el Museo de Arte de Lima (en referencia a Popular/Pop, curada por Rodrigo Quijano, donde se expusieron las bolsas de 'Pon la basura en la basura'), o a la misma exhibición en la cual entonces se discutían estas ideas -a lo cual Emilio Tarazona señaló que los stills fueron tomados de un reportaje de Canal N, lo cual agregó otro factor más de reflexión sobre la posible 'propiedad' de una obra constituida esencialmente en el espacio público, y estructurada también por agentes anónimos que asumieron aquellas acciones como propias-.
Yo no podría afirmar tajantemente que la reciente incorporación de Lava la Bandera al sistema del arte la neutraliza al punto de desactivarla, tal vez porque no ha llegado aún al nivel de globalidad mitificante que si podríamos ver al pensar en Tucumán Arde (1968) o en las obras de Lygia Clark de mediados de los 70s, o quizá porque son todavía muy escasas sus inscripciones curatoriales. Pero en esos mismos casos resulta importante preguntarnos que tipo de puesta en escena curatorial existe, y que capacidad tiene ésta de restituir la capacidad de afectar de ese elemento (de hecho, dentro dos meses exactos se inaugurará en Rosario la exposición del Archivo Tucumán Arde, un trabajo en colaboración de Ana Longoni y Graciela Carnevale, y que quizá pueda agregar preguntas sobre esto).
En medio del asunto yo hice un comentario pequeño, y es que me parecía interesante considerar que esta muestra a diferencia de la anterior -Accionismo en el Perú. Rastros y fuentes para una primera cronología 1965-2000-, señalaba un cambio evidente de perspectiva sobre las posibilidades del arte acción. Si bien por un lado es cada vez más abierta y difundida en tanto posibilidad artística válida, vigente y legítima en el arte joven y no tan joven, por otro lado, esta exposición se presenta en un momento preciso donde ésta se empieza a convertir en un elemento de negociación institucional / comercial, y digo esto sin que implique una valoración negativa a priori.
Es decir, solo baste pensar que entre sus posibles adquisiciones recientes el MALI evaluó Perú Express de Juan Javier Salazar (donde el artista vende sus cojines en forma de Perú en el transporte público de Lima), o que Micromuseo está exponiendo -y quizá también incorporando a su colección- los registros de la acción de Ricardo Wiesse en la quebrada de Cieneguilla en 1995 (no hay espacio aquí para un desarrollo por la historia reciente de la performance peruana, simplemente señalo un foco de atención distinto que parece tener, tanto a nivel de los artistas que lo producen, como de las instituciones que son capaces de acogerlo).
Está claro pues que el valor (simbólico, político, cultural, pero también económico) altera su rumbo, e incluso sus condiciones de existencia. Pensemos solamente en la reciente acción de Jota Castro en Lima, La palabra de los mudos, que a mi me pareció muy mala, pero cuyas condiciones ostentosas de producción son las que van a marcar, sin duda, la dirección de su sentido.
Con esto no quiero decir que parece necesario volver a los anhelos de contravenir, desmitificar y desencauzar el arte que tuvieron las primeras propuestas de acción y happening entre los 50s y los 70s -o quizá sí, al menos recuperar algo de su convicción política-, pero sí que cabría pensar hasta que punto se empieza, hoy por hoy, a limar el filo crítico de este tipo de acciones, y en qué momento la verdadera potencialidad interventiva da paso a una retórica de lo performático.
[imagen: Colectivo Sociedad Civil, Lava la Bandera, 2000]
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