sábado, febrero 09, 2013

Terremoto en Lima: ¿”Una metáfora de desastres en tiempos de crecimiento económico”? - Fernando Toledo

Reproduzco una reflexión reciente en torno a la exposición "Terremoto en Lima", actualmente en exhibición en la Sala Luis Miró Quesada Garland de Miraflores. No he podido visitar la exposición por estar fuera de Lima, pero en las redes sociales ha empezado a circular bastante comentarios encontrados en torno al contenido y los objetivos de la exposición considerando que se trata de los organizadores son una agencia de publicidad, a través del trabajo curatorial de Sandro Venturo y Daniela Rotalde (de la agencia de publicidad Toronja, la cual trabaja para la empresa minera Yanacocha, acusada de vulnerar las normas ambientales y de ejercer constantemente una violenta presión sobre las poblaciones y el gobierno central para la ejecución a toda costa del proyecto Conga en Cajamarca), a lo cual se añade una serie de opiniones bastante cuestionables sobre ese mismo tema en dos entrevistas recientes (Perú 21 y La República). 
Además de los varios comentarios que han circulado en facebook creo que este texto de Fernando Toledo es uno de los primeros que aterriza ideas críticas en torno a la exposición y su contexto. Lo reproduzco de su blog a fin de que pueda generar otras respuestas.
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Terremoto en Lima: ¿”Una metáfora de desastres en tiempos de crecimiento económico”?

por Fernando Toledo





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Visité la muestra “Terremoto en Lima” un día antes del conversatorio de cierre. Antes de continuar, debo confesar que me costó un poco dejar de lado algunas ideas formadas acerca del trabajo de los curadores de la muestra, Sandro Venturo y Daniela Rotalde. No obstante, el hecho de que sean, respectivamente, el Director y Gerente de proyectos de Toronja, agencia de publicidad acostumbrada a confundir ingenio con apelar a algunos de los prejuicios más rancios y arraigados en el imaginario colectivo limeño, y cuya cuenta más cuestionable es la de la minera Yanacocha, evidentemente, era un dato que no podía ser tomado a la ligera.
Menos aún si se consideran las entrevistas que en los últimos días Venturo y Rotalde brindaron a los diarios Perú 21 y La República en las que intentaron explicar las motivaciones detrás de la exposición. (Estas entrevistas, al igual que la muestra, aparecen en un momento bastante particular y que coincide con el estallido de la protesta social en Cañaris, el nuevo atropello a la familia Chaupe Acuña en Conga, el anuncio de la formación de frentes policiales en zonas de exploración y explotación minera por el ministro Pedraza, la inofensiva entrevista de Beto Ortiz a Roque Benavides. Todos estos eventos ocurridos en menos de tres semanas.)
Venturo es sociólogo, publicista y comunicador social. Por ello, las declaraciones brindadas a la prensa no son inocentes y “Terremoto en Lima” no puede ser leída sin ellas en paralelo. Aunque, para ser franco, tampoco era tan necesario que abriera tanto la boca: lo que explícitamente se lee en las páginas de los diarios es el río discursivo detrás de la muestra que terminó ayer en la sala Miró Quesada de Miraflores.
Antes de pasar a señalar algunos puntos que me interesa resaltar, quisiera mencionar dos cosas. Primero, el descuido de la muestra. No soy curador ni provengo de las artes plásticas. Mi formación es en Letras, específicamente en literatura. Sin embargo, creo poseer un mínimo criterio estético que me permite darme cuenta cuando una muestra ha sido mal curada o montada con apuro. “Terremoto en Lima” me dejó esa impresión y no creo ser el único que haya abandonado la sala pensando de ese modo.
Este apunte me lleva al segundo aspecto que quisiera mencionar por ahora: quizás Venturo y el resto de personas implicadas en la exposición tendrían, en estos momentos, una visión más amplia y crítica de su trabajo si es que hubiesen optado, como es habitual en cualquier muestra, por colocar un libro de comentarios. Tal objeto estuvo ausente en la exposición. Mi sorpresa al no encontrarlo fue tan grande que estuve tentado de dejar un recado con el personal de seguridad de la sala. La ausencia de dicho libro y el feedback de los visitantes dice mucho de lo que los curadores esperaban lograr con “Terremoto en Lima”. Más adelante, volveré sobre este aspecto.
La muestra es, por lo menos, desconcertante. Abre con el simulacro de un reportaje televisivo, propio de programa dominical, que hace un recuento de las primeras horas tras un terremoto “ocurrido” en Lima el 17 de enero de 2013, un día antes del aniversario de la ciudad. Aquí habría que notar un detalle. En los diarios se consignó que se trató de un terremoto de grado 8. Esto no es exacto. En realidad, el terremoto simulado fue de 7.9, la misma magnitud que tuvo el sismo que devastó el puerto de Pisco en 2007 y del cual la ciudad aún no ha terminado de recuperarse.
Es curioso que si, como ha señalado con insistencia la curaduría, la exposición tiene como fin generar conciencia social en Lima y superar la desconfianza que nos tenemos el uno al otro para garantizar un equilibrio que resulte en una efectiva redistribución de la riqueza que se viene generando por el anunciado crecimiento económico, se utilice una referencia tan explícita, irresuelta y cercana en el tiempo como es el desastre de Pisco. Al respecto, Venturo le decía al entrevistador de Perú 21: “Desde hace tiempo nos preguntamos qué tiene que suceder en el Perú para que salgamos de la inmediatez y veamos los problemas del fondo: no pasó con el primer gobierno de Alan, no sucedió con la caída de Fujimori, no pasó con Sendero Luminoso. ¿Qué hace falta para que nos movilicemos? Nuestra respuesta fue: quizás un terremoto sea lo suficientemente contundente para que nos detengamos a pensar hacia dónde estamos yendo, qué está pasando con nosotros.” Si se está pensando qué tiene que suceder en el Perú para una reacción a nivel de instituciones y ciudadanía, ¿es necesario recurrir a un sismo simulado en Lima si un fenómeno de esa magnitud ya ocurrió en Pisco y el desenlace de esa historia ya lo conocemos? ¿Es que acaso ya no está suficientemente claro que el discurso del centralismo, la ausencia de instituciones y la carencia de infraestructura ocasionaría que todo colapse? Creo que las respuestas van por el lado del público al que apunta la muestra (obviedad); sin embargo, aquí también existe algo más que considerar: la ausencia del libro de comentarios. Pero, otra vez, volveré sobre ello un poco más adelante.
Si Pisco, para esta muestra, sólo es un número (como lo fue para Rafael Rey y su botella de licor de uva marca 7.9), ocurre lo contrario con otros referentes. Al lado de los monitores que muestran el informe televisivo narrado por René Gastelumendi se deja ver una detallada línea de tiempo. En ella, entre muchos otros posibles, resalta con nombre propio un país con enorme experiencia sísmica: Chile. Mi punto no es jerarquizar experiencias de desastres; esa parece haber sido la tarea de la curaduría; lo que pretendo hacer notar es un sesgo que se nota inmediatamente si pensamos en qué es lo que simboliza el país del sur: inversión privada, una aparente estabilidad económica y, finalmente, los Chicago Boys. Y aquí no pouedo dejar de pensar en las entrevistas que mencioné al inicio de esta entrada, en las que la desconfianza que esta muestra plantea superar es reconocida en la oposición a proyectos como Conga, Espinar, La Parada y Mistura, todo en un mismo saco, con fenómenos naturales; los cuales, ahora, sólo podrían ser superados por los proyectos gestionados por la megainversión privada, es decir, por algunos de los clientes de Toronja y Sandro Venturo, como la minera Yanacocha.
En este punto, por fin, abordo la ausencia del libro de comentarios. Tal libro no existe porque la muestra de la sala Miró Quesada no aspira a ser una de arte. Se disfraza de una y ocupa su espacio, pero no es más que un brochure publicitario en tres dimensiones y, como tal, no requiere de opiniones inmediatas. “Terremoto en Lima” tiene un mensaje que transmitir y utiliza un medio para hacerlo. Es tan sólo un estadio más de un proyecto mayor. Como parte de una campaña publicitaria, tiene un público al cual quiere llegar: por ello, Pisco no aparece y Chile sí, en tanto este es más reconocible para el público objetivo de los curadores que aquel.
Ese público es uno netamente urbano formado por clases altas y medias, y apelan a ellos en lo que comparten: un discurso fuertemente anclado en lo familiar y lo religioso. Es por ello que las dos primeras salas simulan el living de una casa en el cual uno puede sentarse a ver la televisión, luego pasar a otro lado, en el cual se encuentran fotografías familiares quebradas e imágenes religiosas, y algo que podría funcionar como una coffee table con un número apócrifo de una revista muy popular entre este público, Caretas. En este punto, es necesario resaltar que las fotografías familiares están en el suelo y los vidrios quebrados como resultado del desastre. Entonces, el discurso que está detrás de “Terremoto en Lima” y que incide en que sólo la inversión privada podrá reconstruir un país azotado por la naturaleza, cobra ribetes de perversión, en tanto ingresa al nivel de lo íntimo, de lo familiar. Asimismo, la religiosidad se asume como católica, en tanto las imágenes de la estantería provienen del imaginario católico, cercenando, de este modo, otras expresiones de espiritualidad fuertemente ancladas en la composición de la ciudad. Discurso limeño criollo clásico y reconocible de inmediato.
Es imposible leer “Terremoto en Lima” separándola del trabajo de Venturo y Rotalde como publicistas de Yanacocha, precisamente, porque ellos mismo se han encargado de ponerlo en la discusión a través de los diarios. Además, tampoco se necesita ser muy perspicaz para darse cuenta de esto: basta con darle una leída a los tuits que aparecen en los monitores de la exposición o leer un par de páginas del número de Caretas especialmente editado para la exposición.
Bonito regalo para Lima: la empresa privada, aquella que depreda en Cajamarca, Espinar, Cerro de Pasco o Cañaris, la reconstruye a partir del día de su aniversario.
Solo faltó el Super Ratón (o tal vez Andy Kauffman) cantando “Here I come to save the day!

viernes, febrero 08, 2013

¿A qué llamarle memoria visual de la dictadura? - Nelly Richard



El año 2013 marca la conmemoración de los cuarenta años del golpe militar que instaló la dictadura de Augusto Pinochet en Chile. El resurgimiento del pasado como cita de la historia evoca y convoca a las memorias en disputa sobre el valor crítico del recuerdo. Lo que el teórico Andreas Huyssen ha llamado el “boom de la memoria” designa la multiplicación de los archivos, documentos y testimonios que denuncian las inhumanidades cometidas por los regímenes de fuerza, para transmitir desde el presente una conciencia hacia el futuro, una conciencia que respete el imperativo categórico del “¡Nunca más!”.
Las dictaduras latinoamericanas han revisitado una y otra vez su pasado de violencias exterminadoras, dándole voz a quienes las padecieron en cuerpo propio para que la sufrida experiencia de las víctimas sirva de prueba de autentificación de la magnitud del daño. Esta rememoración en primera persona del pasado violento se impone como demostración de que los hechos negados por el terrorismo de estado sí ocurrieron, pese a todos los dispositivos del terror que intentaban mantener su criminalidad en secreto.
Las transiciones democráticas lograron inscribir el tema de la violación de los derechos humanos en la esfera pública (verdad, justicia y reparación), conformando un sentido común que lleva la sociedad civil a condenar casi unánimemente las atrocidades del pasado, aunque difieren e incluso se contraponen los argumentos que explican las causas de la ruptura de la institucionalidad democrática. Esto hace que el tema de la memoria se enuncie desde el lado de las víctimas de la dictadura, por las que toma partido una ciudadanía ya alertada respecto de la gravedad de las denuncias comprobadas en materia de crímenes de lesa humanidad. La crítica cultural –al solidarizar con los vencidos de la historia– también se inclina hacia aquellos materiales o fragmentos de relatos que llevan grabadas la estampa perversa del mal.
Y es así como la crítica cultural, al focalizar su atención en el corpus documental y testimonial que retiene la memoria del sufrimiento y la catástrofe, ha dejado de lado como material de estudio la organización de los relatos con los que la historia oficial escribió su oscura narrativa del poder autoritario y totalitario. Ha permanecido casi desprovista de análisis crítico, en las investigaciones chilenas, el repertorio de códigos con el que la dictadura se representó a sí misma, además de los bandos oficiales y los artículos de ley, en esculturas públicas, patrimonio urbano e imaginerías populares.

El primer aporte que realiza meritoriamente el libro El golpe estético, en vísperas de las conmemoraciones del 11 de septiembre 2013, tiene que ver con esto que faltaba: volver a analizar la relación entre estética, ideología y representación con la que el paradigma dictatorial elaboró su narrativa fundacional, cumpliendo la tarea –casi inédita– de descifrar la simbología del régimen militar cuya siniestra operatoria de la “destrucción” (de los cuerpos y las identidades; de los afectos y los vínculos comunitarios) se disfrazó de gloriosa épica de la “reconstrucción” nacional. Junto con el lirismo del discurso de la heroicidad militar y el rescate de la tradición chilena como glorificación del orden, la unidad y pureza del “ser nacional”, el gobierno militar instala muy luego su otro discurso del “progreso” asociado al crecimiento económico que luego se hizo llamar “modernización” para, en nombre del “desarrollo”, volver productivo lo destructivo. Ya había acontecido –salvajemente– el experimento neoliberal de los Chicago Boys con su doctrina monetarista del shock. Mientras el frenesí del libre comercio se vale del capitalismo transnacional para expandirse fuera de Chile con el mercado de las exportaciones, el gobierno militar, dentro de Chile, emprende una secuencia feroz de privatizaciones que conlleva la desregulación financiera, los incalculables beneficios para las empresas, la defensa a ultranza de la propiedad privada y su correlato: el desmantelamiento de lo público (de más está decir que así pasó con la educación).
Este libro recolecta una precisa y preciosa selección de imágenes que va desde la monumentalidad del discurso heroico–patriótico retratado en arquitecturas o esculturas y proclamado en ceremonias hasta la miniaturización de sus consignas y símbolos en billetes, monedas y sellos postales. Los textos e imágenes son elocuentes en mostrar cómo el poder militar no sólo dictamina órdenes, viola las libertades y abusa de los cuerpos, sino crea figuras –metáforas y alegorías– que diseminan sus mensajes (orden, progreso, unidad, mando) para modelar cotidianamente cuerpos y mentes, hábitos y conductas, sensibilidades y conciencias, percepciones y concepciones, gustos y valores.
Los autores del libro –Luis Hernán Errázuriz y Gonzalo Leiva– parten diciendo que “recorriendo avenidas, plazas y parques en diversas ciudades”… reparamos en la existencia de una serie de plataformas heroicas, monolitos, placas conmemorativas y mástiles para izar la bandera en ceremonias cívico–militares. Fue allí cuando comprendimos que el legado estético de la dictadura de Augusto Pinochet se había filtrado en el paisaje”.
El libro concluye con lo siguiente: “Una señal elocuente de que se puede disolver el pasado es la erradicación del Altar de la Patria, el monumento más emblemático que instaló el régimen militar (1977) frente al palacio de gobierno, para las celebraciones y conmemoraciones del golpe de Estado, donde “flamearía eternamente la llama de la Libertad”. ¿Quién hubiera pensado que este monumento símbolo, tan significativo para los militares y sus adherentes más fanáticos,… sería desmantelado de un modo tan pacífico y en breve plazo? Tanto es así que resulta difícil encontrar siquiera una fotografía para recordar cómo era el “altar de la patria. Simplemente desapareció sin dejar rastro, y ya no existe”. Se produce un lapso de indefinición que media entre las constataciones del comienzo (el recuerdo de las estéticas de la dictadura) y las del final del libro (el progresivo olvido del impacto urbano dejado por ese recuerdo del pasado militar).
Al cursar el itinerario de este valioso libro que nos lleva a revisitar el pasado de la dictadura desde ángulos inexplorados, me di cuenta que era la extrañeza de este lapso indefinido entre recuerdo y olvido la que debía ser interrogada para saber qué entender exactamente por “memoria visual” de la dictadura. Y que esto sólo podía ocurrir tensionando un desplazamiento crítico entre lo visible del “marco” que se auto–asigna el libro (las imágenes de la cultura visual de la dictadura seleccionadas en su recuadro investigativo) y lo invisible de un diluido “fuera–de–marco” que permanece al margen de su selección: un “fuera de marco” tan saturado de restos camuflados de escenas todavía en curso que ya casi no ofrece contrastes entre lo que fue (pasado) y lo que dejó de ser (presente).
En sus textos de los ochenta sobre la cultura autoritaria, el sociólogo José Joaquín Brunner nos explicaba cómo la dictadura militar en Chile combinó tres medios de control: “la represión”, el “mercado” y la “televisión” (Un espejo trizado; ensayos sobre cultura y políticas culturales, Santiago, FLACSO, 1988) . Mientras la represión castigaba ferozmente a los enemigos del régimen, la alianza entre mercado y televisión se valía de las industrias del consumo y de la entretención para desviar la atención pública de los cuerpos humillados por la tortura. El mercado y la televisión ayudaron a sustituir las ideologías que inspiraban a las militancias políticas por las cosméticas del gusto y su fetichismo de la imagen plana, lisa, sin adherencias traumáticas.
No fueron ni las arquitecturas ni los monumentos, ni las iconografías ni las escenografías militares o patrióticas las encargadas de transmitir la herencia de la dictadura, sino –de manera difusa y ramificada– “el mercado y la televisión”. Este es el operativo de modelamiento acrítico de los sentidos cuyos resortes comunicativos se valieron de lo comercial y de lo publicitario para que la serie–mercancía y su oferta de productos ya listos reemplazaran a los proyectos de construcción de las identidades sociales que mutiló la dictadura y que no reincorporó ni vitalizó la transición. Estas son las marcas implantadas por la doctrina económica del gobierno militar –las de la masificación del consumo de bienes y servicios como tributos a la hegemonía neoliberal– que resistieron la borradura del tiempo (a diferencia de los Altares de la Patria), hasta el punto de que ni veinte años de los cuatro gobiernos de la Concertación pudieron disolverlas.
Estas marcas de lo publicitario y de lo comercial tienen directamente que ver con la minuciosa conversión de los “ciudadanos” en “consumidores” que había denunciado con implacable lucidez Tomás Moulian en Chile Actual. Anatomía de un mito (1998), anticipándose así con sus tesis al escándalo de La Polar (2011). ¿Para qué hubiese querido el gobierno militar de A. Pinochet perpetuarse en esculturas, monumentos o edificios si el operativo de despolitización de la ciudadanía que operó la economía de mercado logró vaciar de contenidos participativos a las estructuras de la política formal que tanto cuidó la retórica del consenso? ¿Qué otra herencia podría haber querido traspasarnos el gobierno de Pinochet si la ilegitimidad de la Constitución del 1980 aun mantiene sus articulados vigentes para restringir y condicionar la democracia? La esfera televisiva de las comunicaciones que controlan las pautas de los medios dominantes nos acostumbró, incluso, a que la distracción de la mirada considere normal lo siguiente: al finalizar los noticiarios de las 14 horas del Canal 13, sigue siendo el mismo Pablo Honorato –cuarenta años después– el que sigue despachando sus informes desde los Tribunales de Justicia, ocupando los mismos pasillos de cuya sospechosa hospitalidad abusó, en los tiempos del régimen militar, para entrevistar de forma cómplice al tenebroso Fiscal Militar Fernando Torres, al amenazante Procurador General de la República Ambrosio Rodríguez: el mismo Pablo Honorato que desinformaba respecto de las ejecuciones de presos políticos informándolas como “enfrentamientos entre militares y opositores al régimen”.
Desaparecieron varios Altares de la Patria, pero la televisión nos hace volver una y otra vez sobre lo que –figuradamente– podríamos llamar la “escena del crimen” (la verdad obstruida, la justicia incumplida). ¿No es esa una de las huellas –la de Pablo Honorato aun reporteando imperturbable desde los Tribunales de Justicia– que, al haberse vuelto anodina entre tantos reality shows, nos señala que el cotidiano mediático (“el mercado y la televisión”) contiene muchos recuerdos del gobierno militar que, cuarenta años después, sobreviven indemnes a la condena del pasado? Este libro describe, por un lado, cómo el lirismo patriótico–nacionalista del régimen militar ocupó escenografías e iconografías salvadoras para exaltar su discurso fundacional de la reconstrucción nacional. Y, por otro lado, nos lleva a constatar la actual falta de pregnancia de estas marcas en el paisaje chileno.
Al hacerlo, este libro nos orienta hacia un fuera–de–marco que excede las imágenes cuidadosamente recolectadas en su interior, para que busquemos las huellas de la “memoria visual de la dictadura” en lo que se fuga del recuerdo fotográfico. Pareciera que el verdadero “golpe estético” del régimen militar, en el sentido que le da Ranciére a esa palabra: la de un “reparto de lo sensible”, quizás haya que buscarlo, entonces, en las rutinas de la política administrativa que, hasta el estallido en 2011 del movimiento estudiantil, vaciaron a la democracia de todo impulso utópico–contestatario; en el encadenamiento de los cuerpos y las mentes a las servidumbres del mercado que termina rematando las vidas ordinarias en la deuda y la hipoteca: en la desestructuración de los lazos sociales y en la competencia económica que recurre a la libre empresa para convertir a las privatizaciones en el agente confiscador de toda sustancia pública de lo común–comunitario; en la sistemática producción de desigualdades sociales; en las tramas de lo bancario y lo crediticio como sistemas de endeudamiento perpetuo y de sobrexplotación de las fantasías de integración de la gente a la masificación del consumo; en la vocación antisocial de un modelo que desconfía de aquellos colectivos ciudadanos que sueñan con horizontes de sentido alternativos a los de la simple gratificación mercantil. Y ese otro “golpe estético” del régimen militar sigue vigente.
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[aparecido originalmente como una columna en la web El Desconcierto]

Presentación del libro "Virginia Pérez-Ratton: Travesía por un estrecho dudoso"

TEOR/éTica anuncia la presentación del libro Virginia Pérez-Ratton. Travesía por un estrecho dudoso, la próxima semana en la feria ARCO de Madrid. Reproduzco la información del libro.
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Virginia Pérez-Ratton. Travesía por un estrecho dudoso.

Esta publicación bilingüe español-inglés forma parte del proyecto editorial de TEOR/éTica (Colección de investigación) y ha sido financiada por The Getty Foundation. Este libro recoge 17 textos -ensayos y memorias- de colegas e intelectuales en torno al trabajo curatorial, y de gestión, de Virginia Pérez-Ratton, fundadora de TEOR/éTica; así como varios textos de su autoría y una sección dedicada a su trabajo como artista plástica.

"En octubre de 2010 falleció en San José de Costa Rica Virginia Pérez-Ratton y este libro rinde homenaje a su excepcional trayectoria. El libro es ya producto de una historia porque recoge, con modificaciones y ampliaciones, un dossier titulado Virginia Pérez-Ratton y Centroamérica: arte, pensamiento y propuesta, publicado en Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos (Número 22, enero-junio 2011). Quienes preparamos ese dossier, convertido hoy en el presente libro, tomamos la decisión, pocos meses después de la partida de Virginia, de hacerle un homenaje que dejara constancia de los alcances de su trabajo y pensamiento." (Selección de la introducción por Victor Hugo Acuña Ortega y Alexandra Ortiz Wallner)

Autores: Víctor Hugo Acuña Ortega, Carlos Capelán, Rolando Castellón, Rosina Cazali, Luis Chaves, Tamara Díaz, Rocío Fernández de Ulibarri, Paulo Herkenhoff, Pablo Hernández Hernández, Priscilla Monge, Gerardo Mosquera, Santiago Olmo, Alexandra Ortiz Wallner, Raúl Quintanilla, Luis Fernando Quirós Valverde, Dominique Ratton Pérez, Rodrigo Rey Rosa, Joaquin R del Paso, Jurgen Ureña y Emilia Villegas.
Editores: Victor Hugo Acuña Ortega, Alexandra Ortiz Wallner y Dominique Ratton Pérez,
Diseño gráfico: José Alberto Hernández
Portada: Christine Mackey, Provisional (2005). Intervención efímera en TEOR/éTica.

La publicación tiene un costo de ¢20.000 ($40) y está disponible en TEOR/éTica, en KIOSCO SJO, en el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC) y pronto en la Librería de la UCR.
 En Panamá está disponible en Diablo Rosso.

El espacio y el cuerpo de la tortura: algunos casos de su representación artística en Latinoamérica (Primera parte) - Sebastián Vidal Valenzuela

El investigador Sebastian Vidal Valenzuela acaba de editar a través de la editorial chilena Metales Pesados el libro En el Principio. Arte, archivos y tecnologías durante la dictadura en Chile.


A propósito de ello reproduzco aquí un texto suyo aparecido recientemente en la web de arteycrítica.
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El espacio y el cuerpo de la tortura: algunos casos de su representación artística en Latinoamérica (Primera parte) - Sebastián Vidal Valenzuela

El lugar de la tortura
Dentro de las representaciones de los lugares de la tortura en las dictaduras latinoamericanas, una de las propuestas visuales más interesantes se desarrolló en la ciudad de Rosario en el año 1968. En ese año, el Grupo de Arte de Vanguardia de Rosario desarrolló diversas acciones mancomunadas para denunciar la represión que vivía el país. Por aquellos años, la dictadura del general golpista Carlos Onganía pretendió alejar el fantasma del peronismo a través de una serie de medidas que apuntaron a debilitar el poder de sindicatos, congelar los sueldos, reprimir a los estudiantes y censurar espacios culturales. Al ver el estrangulamiento social, los artistas del Grupo de Artistas de Vanguardia, con financiamiento del Instituto Di Tella, propusieron un Ciclo de arte experimental que ofreció algunas de las obras más radicales del arte argentino en los años ‘60.
Como ejemplo de lo anterior y en el marco de dicho evento, la artista Graciela Carnevale presentó una controversial acción conocida como Encierro y escape. La obra en un inicio consistió en invitar a través de anuncios en prensa escrita a la inauguración, lugar donde Carnevale literalmente encerró a los asistentes. Con una temeraria acción Carnevale le puso candado a la mampara del local y en virtud de que nadie acudía a abrirlo, los espectadores –ahora prisioneros– comenzaron a desesperarse, generándose una tensión con quienes los observaban desde afuera. Según cuentan Ana Longoni y Mariano Mestman en su libro Del Di Tella a “Tucumán Arde”: Vanguardia artística y política en el ‘68 argentino, una súbita patada desde el exterior quebró la mampara permitiendo la fuga.
Ahora bien, consignemos que la obra no pretendía en ningún caso un riesgo para los asistentes, más bien su trasfondo apeló a generar una experiencia de prisión fuera de la prisión. Los sujetos eran observados desde afuera como un experimento de arte. El filósofo Michel Foucault señala, en Vigilar y Castigar, que la prisión contiene una doble condición de adentro y afuera, siendo el lugar donde los individuos castigados siempre son observados. La obra también motivó la reacción de escape también desde afuera consumando de esta forma la pieza de Carnevale.
"Signometraje: Tentativa Artaud", 1974, cortesía Ronald Kay.
“Signometraje: Tentativa Artaud”, 1974, cortesía Ronald Kay.
Algunos años después del ‘68 argentino, Chile experimentó uno de los momentos más oscuros de su historia reciente. Miles de chilenos sufrieron el encierro y la tortura en campos de concentración durante la dictadura de Pinochet. Mientras los medios locales omitían esta información, la prensa internacional daba cuenta del trágico destino de personas e incluso familias completas al interior de los recintos de detención. Un año después del golpe de Estado, un grupo de investigadores y artistas visuales realizaron una experiencia performática que proponía asimilar el dolor del encierro y la tortura. La pieza se llamó Signometraje: Tentativa Artaud y fue realizada en el Departamento de Estudios Humanísticos [DEH] de la Universidad de Chile por la artista Catalina Parra, el filósofo Ronald Kay y el poeta Raúl Zurita, entre otros participantes. En el inhóspito ático del DEH los miembros de esta experiencia procedieron a realizar una acción basada en técnicas vocales y corporales tomadas de la obra de Antonin Artaud El teatro y su doble con la idea de asimilar el dolor por medio de la expulsión del lenguaje formal.
A principio de los años ‘70 en Alemania, Ronald Kay y Catalina Parra habían entablado una relación de trabajo y amistad con el videísta Wolf Vostell. Kay y Parra conocían en detalle el trabajo de Vostell, el cual integraba múltiples elementos visuales, desde televisores hasta bloques de concreto (como resultado de esta relación de trabajo, la instalación “El Huevo” fue presentada en Chile durante los meses de septiembre y octubre de 1977 en Galería Época). En función de esto, en el ático dispusieron elementos básicos como cuerdas, plásticos y tierra, los que se combinaron con un televisor, grabadoras, cintas magnetofónicas y un micrófono. La experiencia procedió en una catarsis individual y colectiva que emuló la sensación de encierro y tortura. Para ello los participantes se envolvieron entre plásticos y cuerdas y repitieron interminablemente el poema Ratara de Artaud, que no es más que la reiteración de palabras y sonidos totalmente inentendibles. La idea principal era expulsar la lógica del lenguaje para con ello desplazar el acto teatral alcanzando un trance físico y emocional que asimilase el dolor físico y psicológico. En palabras del propio Kay, exponerse a “la alta tensión” de lo que se vivía por aquellos días.
Por instantes aquel ático evocó un centro de tortura. Dos años después y por esas ironías del destino, el DEH fue tomado por los militares transformándose en un cuartel de la DINA (Dirección Nacional de Inteligencia), organismo encargado de la desaparición de militantes y simpatizantes del partido comunista. La performance en este caso vaticinó el oscuro destino del lugar. Actualmente el edificio alberga las dependencias del Museo de la Solidaridad Salvador Allende. Esta pieza permaneció en el silencio de la historiografía chilena por más de 30 años, hasta que el año 2008 Ronald Kay expone los archivos de la experiencia en la muestra “Tentativa Artaud” en el Museo Nacional de Bellas Artes.
"Signometraje: Tentativa Artaud", 1974, cortesía Ronald Kay.
“Signometraje: Tentativa Artaud”, 1974, cortesía Ronald Kay.
Otro interesante caso de representación del lugar de tortura acontece en el año 1977. El grupo mexicano Proceso Pentágono (compuesto por los artistas Felipe Ehrenberg, Carlos Finck, José Antonio Hernández y Víctor Muñoz) realizó una provocadora pieza llamada La cámara de tortura. Tomando como antecedente los atropellos a los derechos humanos ocurridos en Tlatelolco en 1968 y los asesinatos de estudiantes a manos del grupo Los Halcones en 1971, Proceso Pentágono desarrolló diversas estrategias de corte conceptual para explorar la denuncia política y la crítica a la institucionalidad cultural. La cámara de tortura fue realizada para la X Bienal de Jóvenes de París que tuvo lugar en el Palais de Tokyo. El grupo recibió una invitación de parte del curador uruguayo Ángel Kalenberg (quien por esos años simpatizaba con la dictadura cívico militar de Uruguay) para participar como invitados al célebre evento parisino. Las simpatías políticas de Kalenberg no fueron vistas con buenos ojos por los miembros de Pentágono. Debido en parte a esta relación es que los jóvenes mexicanos presentan una sala pentagonal (con la connotación irónica al edificio de la oficina de inteligencia de Estados Unidos) que simuló ser una sala de tortura policial.
La sala disponía de una silla de interrogación, lámparas para iluminar a los interrogados, además de una serie de elementos eléctricos que emulaban objetos de tortura. En los muros los artistas dispusieron periódicos con la información acerca de las protestas que se realizan en México y en las distintas dictaduras de Latinoamérica. En los muros exteriores se podían apreciar siluetas de personas anónimas que observaban el interior de la sala como una forma de alegorizar el silencio cómplice de los medios de comunicación. La obra era un llamado de atención sobre la represión policial, entendiendo con ello que cuando los militares asumen y ejercen el poder, la policía suele ser un silencioso cómplice.
Podemos leer que la oficina policial de Proceso Pentágono, en el marco de un evento internacional de institucionalidad cultural como la Bienal de París, proponía evidenciar en el marco de la cúpula cultural parisina el revés de lo difundido por los medios oficiales. El grupo de Ehrenberg dejó al descubierto los mecanismos de opresión que se daban en México y en todo el continente. El lugar de la tortura fue más allá del local, el ático o el cuartel, se presentó como la validación institucional otorgada a partir del silencio cómplice de muchos poderes fácticos que se vieron beneficiados por aquellas dictaduras y regímenes autoritarios.